Desde el instinto
Carlos GIL
De dónde surge el impulso para bailar un silencio? El cerebro sabe un segundo antes que nadie qué movimiento va a hacer la mano. Las neuronas, espejo del espectador, anticipan la resolución de esa secuencia con una certeza inconmensurable. ¿Quién es ese ser que se mueve, que aparece y desaparece? ¿Por qué esa gestualidad tan reconocible me conmueve? Camina, camina, camina. Daniel Abreu forma parte de mi código genético performativo. Lo descifro con mayor facilidad que a los taninos de un reserva. Situado al fondo de la sala escucho su corazón que ríe, mientras en su masa gris se suceden las danzas frenéticas de unos gnomos que disfrutan con su pensamiento asistido por la tolerante necesidad de descubrir. Ejecuta la levedad con un peso específico mineral. Cauteriza las dudas menores para abrir un campo electromagnético, donde la música es líquida y su cuerpo pétreo; por eso se flexibiliza el aire, no los cartílagos.
Cuando acaba la niebla, cuando el humo sintético ha hecho todas las travesuras con dos de tus sentidos, la vista y el olfato, descubres que no había nadie, nada, que eras tú quien has bailado, y esa transpiración es fruto de un goce, quizás inconfesable, porque crees que has estado solo, pero bailabas en una orgía de sensualidad conspirativa.
Era real ese roce, ese tacto, y hasta ese gusto a hierbabuena te haga pensar que en cuarenta y cinco minutos se puede morir y revivir un millón de veces, solamente es necesario que estés presente, en una ceremonia artística y te fusiones, en frío o en caliente, con el oficiante. Ya sea por su cabeza o por su cuerpo. Ya sea por la vista, como por el oído. Cuando se lo cuentes a otros, recuerda que no has asistido a ninguna revelación milagrera, que eso tan maravilloso es sencillamente un acto artístico, un hecho teatral, una comunión cósmica, humana, en otra dimensión. El resto es burocracia.