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CRíTICA: «Anna Karenina»

La sociedad rusa del zarismo reflejada en el espejo teatral

El debate escénico en el cine se ha solido dar con las adaptaciones teatrales, en cuanto extensión de los experimentos que se desarrollan sobre las tablas a la pantalla. Se han discutido, por poco ortodoxos, los montajes de Kenneth Branagh o Julie Taymor, o el más reciente de Ralph Fiennes con «Coriolanus», plagado de anacronismos. Joe Wright lleva ahora a ese terreno intemporal su versión cinematográfica de la novela de León Tolstoi «Anna Karenina», teatralizándola por completo.

Corre la idea equivocada de que el máximo responsable de dicha teatralización es el guionista Tom Stoppard, por aquello de que también es dramaturgo y conoce a fondo el medio. Él escribió en principio un libreto más ortodoxo, que transcurría en los palacios donde se han rodado otras adaptaciones anteriores, y fue Joe Wright el que se negó a repetir localizaciones y ambientes históricos, para transformarlos a través de una puesta en escena de efecto teatral.

Y es ese efectismo el que condena la película al puro artificio, porque la escenografía de la nueva «Anna Karenina» se acaba comiendo el texto de Tolstoi, que pasa a ser secundario y, hasta si se me apura, irrelevante. Se da más importancia al continente que al contenido, en la medida en que el tratamiento formal quiere ser un reflejo de la decadencia de la sociedad rusa en la época zarista, a la que su afrancesamiento había llevado a una impostación tan falsa como lo pudiera ser un baile de máscaras o una función con actores y actrices. Dicho carácter de representación es llevado a su extremo, con unos intérpretes despojados de cualquier asomo de naturalismo o de signo vital. En resumidas cuentas se trata de un planteamiento diametralmente opuesto al llevado a cabo por los hermanos Taviani en «César debe morir».

No niego lo imaginativo de los recursos escénicos creados por Joe Wright, mediante decorados intercambiables, fondos pintados y trenes a escala; pero querer convertir un patio de butacas en un hipódromo, en el que tiene lugar una carrera de caballos, exige demasiada colaboración por parte del espectador.

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