«King Kong»: cuando la bella acabó con la malvada bestia
«King Kong, la octava maravilla del mundo» se estrenó hace 80 años y sigue siendo considerada un mito del cine fantástico. Merian C. Cooper y Ernst E. Schoedsack -con la ayuda de la guionista Ruth Rose- plasmaron mucho de sus propias vivencias aventureras a la hora de crear este clásico al que el maestro de los efectos especiales Willis O'Brien, se encargó de insuflarle vida.Koldo LANDALUZE
En la pálida escenografía de unos Estados Unidos sacudidos por la Gran Depresión, la gran fábrica de sueños se esmera en no querer despertar. La compañía RKO no es ajena a los graves problemas que turban el sueño de quienes dan sentido a su existencia -los espectadores- y para tal fin, apuesta por hacer que lo imposible cobre vida en la gran pantalla y dotar de vida un nuevo sueño aparentemente imposible.
En los años 30, David O'Selznick y su asistente Merian C. Cooper irrumpen en esta escenografía onírica con intención de velar el sueño de la RKO y su primera decisión será cancelar varios proyectos para dar forma definitiva a un sueño que Merian C. Cooper tenía en mente hacía tiempo. Lo primero que hizo fue telefonear a su viejo camarada Ernest B. Schoedsack, con quien había realizado una serie de exitosos filmes de aventuras como «Las cuatro plumas» (1939). De este encuentro surgió una rememoración de viajes compartidos, retazos de las novelas de Arthur Conan Doyle «El mundo perdido» y «La tierra que el mundo olvidó» de Edgar Rice Burroughs, y de todo ello cobró forma definitiva una película iconográfica que en el año 1933, sería estrenada con el título de «King Kong, la octava maravilla del mundo».
Si nos fijamos en sus títulos de crédito, descubrimos que esta película fue dirigida por Merian Cooper y Ernst E. Schoedsack y que en la redacción del guión participó Ruth Rose. Los mismos títulos aclaran que el actor Robert Armstrong interpreta el rol de Carl Denham, Bruce Cabbot hace lo propio con Jack Driscoll y que la rubia Fay Wray es Ann Darrow. Lo que estos títulos de crédito nunca revelaron es que el temerario Denham fue, en realidad, Merian Cooper; que Driscoll fue el codirector Schoedsack; y que Ann Darrow, la bella que sedujo a la bestia, no fue otra que la guionista Ruth Rose. La vida de estos tres creadores fue, en realidad, la fuente de la que nació «King Kong».
Entre 1922 y 1928, un temerario director de filmes documentales llamado Merian C. Cooper rodó en condiciones muy extremas una serie de trabajos etnográficos y un largometraje de ficción, titulado «Las Cuatro Plumas», en compañía de un amigo y la colaboración interpretativa de los nativos de Polinesia, Kurdistan, Tailandia y Sudán. Su concepción del cine incluía jugarse la vida filmando el ataque de un tigre, escalar montañas de hielo, fotografiar estampidas de elefantes desde una fosa o negociar con tribus guerreras su aparición en películas. Ese fiel amigo que acompañó a Cooper en esta odisea fílmica fue el cámara Ernst Schoedsack, un compañero de armas que conoció finalizada la Primera Guerra Mundial.
El tipo de cine realista y extremo practicado por Cooper y Schoedsack fue muy bien sintetizado por la guionista Ruth Rose en una secuencia de «King Kong». Durante el viaje rumbo a Isla Calavera, el personaje de Denham ensaya una escena con Fay Wray y ella le pregunta «¿Se encarga siempre usted mismo de la cámara?». La respuesta de Denham es, en realidad, la respuesta de los propios Cooper y Schoedsack: «Desde que hice un viaje a África. Hubiera logrado una toma estupenda de un rinoceronte atacando, pero el cámara se asustó. ¡Cretino! ¡Yo estaba junto a él con un rifle! Desde entonces he prescindido de los cámaras». Al parecer, esta respuesta es real si nos atenemos a lo descrito por los biógrafos de Schoedsack «Las dudas de Schoedsack sobre su fotógrafo pronto se vieron confirmadas. El primer encuentro con un tigre -en Sumatra- lo aterrorizó tanto que se intensificó su problema con la bebida, hasta que se convirtió en un perfecto inútil. (...) Schoedsack decidió embarcarlo rumbo a Europa y rodó la mayor parte del filme él mismo».
Descrito el perfil de la pareja de cineastas, resulta obligada la mención a la tercera protagonista, Ruth Rose. En los primeros años veinte, Rose era una actriz de reparto en Broadway pero, consciente de que nunca alcanzaría el éxito sobre el escenario se embarcó, casi por casualidad, en una expedición científica al Archipiélago de las Galápagos. Su cometido nunca fue claro, al parecer ejercía como asistente de un zoólogo pero, a bordo de aquel barco, conoció a un aventurero que ejercía de fotógrafo en la expedición. Tal y como ocurriría posteriormente en la película, a bordo del «Venture» que partió hacia la isla de Kong. Aquel fotógrafo aguerrido, se llamaba Schoedsack y había tomado parte en esa expedición para lograr un dinero extra con el cual poder financiar un viaje compartido con Cooper a Sudán.
Desde ese instante, Ruth Rose y Schoedsack compartieron una relación sentimental que propició que ella también pudiese participar en las futuras aventuras junto su compañero y Cooper.
Retornando a la película, al final de la singladura, el navío arriba a las costas de la Isla Calavera una noche de niebla. Al amanecer, el panorama que divisan desde el barco sugiere peligros ocultos que parecen surgir de entre los tiempos primigenios: «Surgiendo del mar, la isla aparecía como una vasta masa de montañas agudas y astilladas. La parte central está inexplorada, dado que las afila
das cumbres presentan una barrera infranqueable al camino del viajero». Esta descripción de la isla que fue gobernada por el rey Kong, pertenece en realidad a un artículo que apareció en un ejemplar del «National Geographic» del año 1927. En concreto, en un artículo dedicado a la isla de Wetar, en el Océano Índico, firmado por el naturalista, W. Douglas Burden.
Merian C. Cooper y Burden se conocieron en el Explorer's Club de Nueva York, un local en el que se daban cita todo tipo de aventureros que intercambiaban historias e información. Fruto de este encuentro, la vieja idea que Cooper tenía de rodar una historia sobre gorilas cobró un sentido diferente. Ahora, en su mente bullía la idea de que la civilización urbana se convirtiera en una letal amenaza para las criaturas salvajes. Alentado por esta idea, realizó dos viajes. Primero, a África para filmar gorilas, y más tarde a la isla de Komodo, para hacer lo propio con los legendarios dragones indonesios.
En 1929, el caos bursátil había arruinado los Estados Unidos y la financiación de documentales exóticos no entraba en los cálculos de los inversores. Fue entonces cuando Cooper se topó con un genio de los efectos especiales en paro, Willis O'Brien. El talento de este artista para dotar de movimiento criaturas imposibles, sirvió para que, definitivamente, el proyecto «King Kong» fuera posible.
Lograda la financiación, aprovecharon restos de los decorados que se utilizaron en películas como «El malvado Zaroff» y dieron rienda libre al talento de O'Brien. Sólo faltaba un detalle, no había guión.
Para desesperación de las jerarquías del estudio, habían empezado el rodaje sin tener escrito el guión. Sin embargo, ese había sido el procedimiento habitual en las primeras producciones de Cooper y Schoedsack: viajaban a Oriente Medio o a Sumatra siguiendo la ruta de una historia y luego improvisaban un argumento, escenificado por los lugareños. Por supuesto, este método chocaba frontalmente con las políticas de estudio lo que provocó que la pareja de cineastas se tuviera que amoldar a los dictados de la Industria.
Tenían esbozos, una idea matriz relacionada con un gorila gigante que destrozaba Nueva York, una chica en peligro, una aventura inicial en una isla olvidada pero, les faltaba quizás lo más importante, el sentido de toda la historia. Finalmente dieron con ese pequeño gran detalle que determinaría el sentido de la película. Ese detalle que permite acercar lo imposible -la presencia de un gigantesco gorila- a lo real, lo encontraron en un ancestral proverbio árabe que dice lo siguiente:«Y entonces, la Bestia miró el rostro de Bella. Y detuvo su mano asesina. Y desde ese día, estuvo destinado a morir». Esa frase, aplicada a la relación entre King Kong y Ann Darrow, posibilitó que esta crónica de una muerte anunciada que se escenificó en las alturas del neoyorquino Empire State Building, se hay convertido en un símbolo universal enclavado en el género fantástico.
Esta singularidad que ha hecho de «King Kong» una obra imperecedera, ha sido explicada a la perfección por el dramaturgo y escritor Alfonso Sastre en su excelente «Lumpen, marginación y jerigonça»: «¡Oh, es una soledad sin orillas, una soledad infinita la soledad de King Kong! Y por fin la punzante soledad del `fenómeno' verbenero: la soledad de la barraca de feria como objeto de temores, de risas, curiosidades científicas y, sobre todo, la soledad del Amor no correspondido o, aún peor, del Amor correspondido con Horror por parte de la enanita rubia que tiembla de de pavor en el hueco de su poderosa mano, con lo cual los ojos de King Kong se velan de una indefinible tristeza, de una incurable melancolía».
La tentación de resucitar al gorila gigante y que el desdichado simio deba revivir su amor imposible, ha sido una práctica habitual en el cine. Dejando a un lado las variantes realizadas por el cine japonés -que llegó a enfrentar al mítico gorila con Godzilla-, la versión de John Guillermin en el 76, persiste todavía en la retina del espectador debido al fuerte y muy evidente componente erótico personalizado en la imagen de Jessica Lange. Pero, sin duda, la mejor y más fiel versión del clásico del 33 es la que rodó en 2006 un Peter Jackson que, avalado por el éxito de «El Señor de los Anillos», pudo rendir homenaje a aquel primitivo filme en blanco y negro que le sedujo en su infancia. Además de ser un brillante muestrario de secuencias que captan a la perfección aquellos Estados Unidos sumidos en la Gran Depresión, el «King Kong» de Jackson contiene elementos enraizados en la concepción primitiva de lo que supone la aventura con mayúsculas y que beben del caudal literario de Joseph Conrad. «Yo vi por primera vez `King Kong' con 12 años -señaló Jackson- y entonces supe que quería hacer cine. Mi película es un remake, jamás pretendí superar el original porque es imposible. Es una película que siempre me ha parecido el ejemplo perfecto de entretenimiento escapista. Lo incluye todo: un viaje a una isla remota, un gorila gigante, una bellísima Fay Wray y la irrupción de Kong en Nueva York. Siempre lloro cada vez que veo la escena en la que cae del Empire State». K.L.