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El sol

Carlos GIL
Analista cultural

Vuelta a empezar. Amanece. Desde la ventana presencias la materialización de la metáfora perfecta. Esa montaña pasa de la insinuación a la explosión de formas. Escuchabas un rumor que ahora es un canto amoroso de un pájaro que saluda emperifollado al sol dándole las gracias porque le da el color al plumaje de su amada. Y tú, caprichosa, enciendes tu ordenador, miras en tu tableta si tienes mensajes, hasta que el olor a café te devuelve las sensaciones de pertenecer a un cuerpo que es el resumen de la cultura del mundo. Todos los mundos caben en un verso. Nadie podrá negar la verdad de ese chasquido de los dedos que inaugura una verbena de corcheas enloquecidas buscando las caderas de ese joven balcánico que lleva en su sangre la historia entera de la humanidad.

No te despistes, ni mires al sol directamente porque la fotofobia produce tantas alucinaciones ópticas como la dexedrina. Sin lugar a dudas no puede sonar igual un saxo en el trópico que allá, en esa cabaña en los Alpes donde las águilas esperan el deshielo tejiendo bufandas con las pieles de los osos pardos. Las sociedades que miran desde ventanas de cristales dobles admiran este calor primaveral con una fe de efectos retardados. Tantas horas grises, cuando llega el sol imperioso, es recibido como un regalo racionalizado. Si el sol acude puntual todos los días parece más sencillo vivir. Y todos bailan sin actos protocolarios. Pero al final del camino, cuando se codifican esos mensajes, todos, desde el más primario hasta el que necesita de unas estructuras arquitectónicas magnificentes y poderosas, lo que queda y resalta son las huellas de lo que nos hace, es decir, la cultura.

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