Antonio ÁLVAREZ-SOLÍS | Periodista
Pearl Harbor
Si el máximo dirigente norcoreano no controla su deslizamiento por la retórica bélica puede introducirse en la trampa de otro Pearl Harbor, tan necesario para salvar la situación norteamericana. Estados Unidos necesita un conflicto bélico que produzca estos tres efectos esenciales para la vida americana: la dinamización de una industria que decae sin remedio, con su consecuencia del paro, de la mala calidad del trabajo y de la inflación instalada ya en el horizonte; la exportación al campo de batalla de una generación joven entregada a la violencia en el interior del recinto estadounidense; el reordenamiento urgente de los poderes internacionales, que están transmigrando hacia China y quizá a su posible aliado secundario, Rusia. Toda la política exterior de Washington está concentrada en provocaciones constantes. El presidente Roosevelt necesitó Pearl Harbor para vencer el aislacionismo de su pueblo frente a la guerra que se libraba en Europa y de la que Norteamérica no podía estar ausente sin comprometer gravemente su liderazgo. El Japón imperial picó el anzuelo destruyendo una escuadra poco operativa. Ahora Washington necesita el ataque de Corea del Norte para recuperar un protagonismo que se le va de las manos. Hay que encuadrar marcialmente a un mundo en que las masas han decidido practicar un pacifismo de ataque ante la ya complicada explotación de los poderes financieros.
Los americanos usan el marco coreano para envidar bélicamente con sus maniobras conjuntas, con el envío de poderosas armas nucleares. China y Rusia lo constatan diariamente y saben que su política exterior aún no debe culminar en el campo de batalla. Ese tiempo llegará, pero de momento hay que impedir caer en el segundo Pearl Harbor. Pyonyang debe serenarse.