Antonio ÁLVAREZ-SOLÍS | Periodista
Iglesia y mundo
La elección del nuevo pontífice ha reabierto la puerta a una cuestión fundamental que puso de relieve el Papa Juan con su convocatoria del segundo Concilio Vaticano: saber si la Iglesia católica ha de ser una iglesia doctrinal con una sobresaliente expresión litúrgica o una iglesia existencial con un profundo compromiso respecto al mundo; en definitiva, una iglesia esencialmente escatológica o una iglesia del Cristo hombre. Decidir el camino a seguir tendrá una importancia decisiva no solo para la vida cotidiana de los fieles sino para el movimiento ecuménico que tanto se menciona en los medios vaticanos.
Desde una óptica eclesial el ecumenismo, que aspira a la conjunción de un número muy importante de expresiones de la fe, solo parece viable si se vive existencialmente el hecho religioso. El Concilio del Papa Juan estuvo orientado a vivir cristianamente para el mundo, lo demás se nos dará por añadidura. Quizá esta decisión supuso la amortización del Concilio por los papados que siguieron a la significativa muerte de Juan Pablo I. El compromiso mundano propuesto por el Concilio a los cristianos era inadmisible para el neoliberalismo y para su consecuencia económica, la globalización. Los neoliberales prefieren hablar de Dios y no de Cristo; de teología de las ultimidades y no de franciscanismo. Con ello soslayaron la obra necesaria para el ser encarnado y transfirieron el problema de la justicia a una instancia celestial.
Y bien ¿hacia dónde parece apuntar el Papa Francisco? Es prematuro determinar el objetivo cierto que persiga el pontífice; aunque ya ha dado señales de la Iglesia que prefiere entre las dos señaladas. Hay algunas manifestaciones en el comportamiento personal del Papa actual que indican su elección de una iglesia sencilla, orientada hacia una implicación en la realidad de tejas abajo. Su rechazo a un protocolo solemne y brillante, como el que personificó Benedicto XVI, parece claro.
Hay en el Papa Francisco síntomas claros de una voluntad evangélica que tiene un perfil indiscutiblemente cristiano. Cuando apareció en el balcón principal del Vaticano, tras su elección como pontífice, el antes cardenal Bergoglio vistió una sencilla sotana sobre la que destacaba una modesta cruz pectoral. Luego utilizó un automóvil modesto para ir por su equipaje y abonar el precio de su alojamiento durante el cónclave. Su primer encuentro con la multitud de fieles apiñados ante la solemne majestad del palacio apostólico constituyó un momento familiar de comunicación ribeteado por una cordialidad contenida y subrayado por la oración colectiva del Padrenuestro -«el pan nuestro de cada día»- y del Avemaría. El Papa entró así en su nueva vida, posiblemente en homenaje a la forma con que Cristo accedió al templo de Jerusalén para aleccionar a los doctores de la ley.
El nombre que ha elegido para su alto sacerdocio encierra asimismo una poderosa y decorosa voluntad caminante que el obispo Bergoglio hereda del santo de Asís y del corazón misionero del jesuíta Francisco Javier, muerto a solas con Dios en una playa de Oriente.
Bien, todo esto que acabamos de repasar de un modo sumario parece hablarnos de un Papa que vivió con fe el segundo Concilio Vaticano. Pero ahora ha llegado el momento de comprobar si este centón de hechos es fruto de unas concretas virtudes personales que quedan ahí, luminosamente, como tales o son signos de un enérgico retorno de la Iglesia a su inicial momento apostólico. Cuando contemplé imágenes de su primera misa en la iglesia de Santa María la Mayor, que es la sede de su episcopado romano, creí intuir una intención de convertir la ahora subordinada función episcopal en verdadero pontificado. Creí intuirlo y por el momento ahí lo dejo.
El Papa Juan quería recuperar para los obispos,promovidos por sus fieles y en íntima relación con ellos, el poder pontifical anudado por la sede romana. Así como el mundo precisa una economía de cercanía y una política de cercanía así también precisa un cristianismo próximo para incardinarlo en la cotidianeidad. Estábamos de nuevo ante una propuesta de resurrección de las activas iglesias cristianas unidas por el gran símbolo de Roma. ¿Procederá en tal sentido el Papa Francisco?
¿La amistad directa y posiblemente la caridad material que practicaba con los pobres y la gente del común el antiguo arzobispo de Buenos Aires quedará como una hermosa expresión personal o se extenderá a una acción enérgica para contribuir a la transformación real del mundo presente? Los «prudentes» doctrinos de la separación de política y religión cerrarán la guardia de nuevo a fin de que el Papado siga limitándose a una espiritualidad gestora del gran triunfo tras la muerte. Son «pastores» que no caben en el gran argumento de «Las sandalias del pescador».
La política tiene una indudable raíz moral que comparte con la fe religiosa la vida del creyente. Un cristiano ha de creer, pienso, en una política que respete la plenitud moral y material del ciudadano. Llegar a la gloria es el triunfo definitivo, pero antes hay que distribuir los panes y los peces para hacer el camino. Para un cristiano la igualdad de los seres es fundamental, la propiedad del mundo es común, el poder de lo colectivo tiene la misma fuerza que la oración plural, el respeto a las personas reviste la misma estatura, la libertad no tiene grados, la justicia brota de idéntica emoción, el gobierno es autogobierno, la sacralidad es una emoción que amanece con cada día en la naturaleza sacramental y las bienaventuranzas tienen su prueba en la vida diaria ¿Luchará por esos principios el Papa Francisco?
Cuando dieron la noticia de la exaltación del cardenal Bergoglio al papado pensé automáticamente en el Padre Arrupe. Recordé al P. Arrupe, el gran jesuíta del pueblo, cuando fue degradado por un poder que perseguía a los protagonistas de la Teología de la Liberación, la que proclama a Dios en casa. Aquel constituyó un suceso que retornaba a Roma la memoria de épocas terribles de la Iglesia católica. Fue una hora en que el ser íntimo del creyente había de decidir entre ser católico y ser cristiano. Yo leía entonces a los principales protagonistas de la llamada teología de la «muerte de Dios», que reclamaba la recuperación de un Dios implicado en el mundo, aunque esto significara escándalo casi satánico para los que Cristo definió como sepulcros blanqueados. Decidí seguir a quienes trataban con su sacrificio personal de instaurar la igualdad y la justicia al pie de la higuera seca. Sigo pensando que el hecho mismo de ser cristiano obliga revolucionariamente a la búsqueda de un mundo distinto; revolucionariamente frente a los violentos conservadores que hacen de la religión una dogmática que protege sus intereses como si fuera una muralla china. La violencia está en los que imprimen la imagen de Dios en sus banderas de guerra, en los que gobiernan desde la explotación, en los que creen que la caridad es sólo la limosna, en los que temen al pensamiento por miedo a que triunfe la razón; la violencia está en los que, en definitiva, han hecho de la vida una invitación a los ídolos ¿Enfrentará el Papa Francisco este desolador paisaje?
Habrá que esperar a que las horas despejen el tiempo. Habrá que esperar, pero de pie. Si no es así los católicos quemarán otra ocasión de convertir el hecho religioso en una fuerza capaz de cambiar la historia que está viviendo la humanidad. Pienso repetidamente que el más allá empieza aquí ya que el infierno, en el que creo muy poco, es una realidad que también comienza en este mundo. En ese infierno si creo firmemente. Dejo constancia de ello en este modesto envío al Papa Francisco.