Noción
Carlos GIL | Analista cultural
Viendo las procesiones de estos días, los actos medievales de fervor católico, las soflamas atávicas que nos van cosiendo con los retales de la superchería un traje que en ocasiones se vende en el departamento cultural, uno siente que Europa es imposible. La visualización geográfica, histórica, económica o política se puede ir apañando con componendas y parlamentarismo inocuo, pero en cuanto buscamos una probabilidad de entendimiento idiomático o cultural, las diferencias se agrandan, se abren todos los abismos y el proyecto se difumina en un simple coloreado de un mapa bancario.
Seguro que un bailarín eslovaco y un guitarrista jerezano se pueden poner de acuerdo en dos minutos. No cuesta mucho imaginar que un director de teatro finlandés pueda montar una obra griega en Belgrado con un reparto internacional, pero habrá un momento que tendrán que tomar una decisión sobre el idioma a emplear de forma básica. Nos puede emocionar igual un cuadro de una artista montenegrina que una sinfonía de un compositor polaco, pero para comprender a esa poetisa irlandesa o para amar en profundidad a ese novelista rumano, deberemos recurrir a la traducción.
Y si tenemos que definir el concepto cultural a día de hoy, de los medios y estructuras que se requieren para que se pueda utilizar esta noción en puridad, necesitaremos unos cuantos siglos, los que van de la reforma a la contrarreforma. Nada menos. El tejido cultural europeo está formado por demasiados estratos sobre los que reyes, papados y burguesías han solidificado un imperio representativo como para que ahora se pueda pensar en algo más que cuatro subvenciones. No existe un mercado cultural europeo.