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ENSAYO

Kampuchea, la muerte

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Iñaki URDANIBIA

Cuando fueron derrotados los jemeres rojos por las tropas vietnamitas, en enero de 1979, se contabilizó la cifra de 1,7 millones de muertos, lo que suponía casi un tercio de la población del país. Para referirse para la situación que se desencadenó entre 1975 y 1979 se ha hablado a menudo de genocidio ( del griego genos = tribu, etnia, linaje y del latín coedere = matar), asimilándolo a la masacre de los armenios por parte de los turcos a principios del siglo pasado, de los judíos por parte de los nacionalsocialistas, o la aniquilación de los tutsis en Ruanda ( la «temporada de machetes» de la que hablase Jean Hatzfeld), sin olvidar la limpieza étnica que se organizó en la ex-Yugoslavia. Y solo me refiero al siglo XX. Desde luego, razones para incluir el caso camboyano dentro de tal catalogación no faltan, allí no quedó títere con cabeza. La ONU definió el delito en 1948 diciendo que el genocidio se produce «cuando un grupo es destruido intencionalmente, en parte o en su totalidad, en nombre de criterios nacionales, étnicos, raciales o religiosos». Dejando de lado las distinciones semánticas entre, por ejemplo, «genocidio» y supuesto «clasicidio», lo que allá se dio es realmente terrible; así pues, dejando las palabras, pasemos a los espeluznantes hechos.

Rithy Panh se quedó solo siendo un adolescente, ya que la represión acabó con toda su familia, barrida por la crueldad y la locura de los jemeres rojos. «Me quedé sin familia. Me quedé sin nombre. Me quedé sin rostro. Y fue así como seguí con la vida, porque me había quedado sin nada». Se marchó al Estado francés, en donde, tras distintas penalidades, terminó por dedicarse al cine y con ello alcanzó notoriedad. Todas sus obras tienen como eje la locura mortífera que se adueñó de su tierra; esta denuncia también es el objeto de este libro, en cuya redacción le ha ayudado el escritor Christophe Bataille. Para dar cuenta cumplida de las bestialidades cometidas, nada mejor que hablar con el responsable máximo de la represión, Duch, «técnico de la revolución».

El libro se bifurca entre los recuerdos de Rithy Panh y de los desastres que acabaron con su familia, amén de las reflexiones sobre lo vivido y o conocido, y las explicaciones de Duch, que mantiene una absoluta calma y dice dormir sin problemas a pesar de haber sido testigo -y organizador esencial- del ambiente de pesadilla que asoló al país y que reinó hasta los bordes de la absoluta demencia en las dependencias policiales. El tal Duch no es un psicópata con un destacado cuadro psicológico-clínico diagnosticado, ni un ser bestial; al contrario, parece un hombre de formas amables, que no se inquieta al recordar los sofisticados padecimientos a los que sometió a cantidad de conciudadanos. Organizar, forjar, combatir las tres montañas del capitalismo, del feudalismo y de la traición, esa era la línea de los jemeres y para llevarla adelante no reparaban en gastos, ni en salvajes métodos de muerte y aniquilación contra los intelectuales, los ciudadanos que no habían mostrado tanto apoyo a los combatientes, los defensores de distintas religiones y a algunos sectores de la población, en especial los de las zonas limítrofes con Vietnam, ya que resultaban sospechosos de simpatía con sus vecinos.

Interrogatorios, torturas, ejecuciones... y vemos con espanto el funcionamiento del S21, el centro de la muerte y cómo tras la tortura las víctimas debían ser ejecutadas y quien no cumpliese la orden sería convertido en cadáver. Radiografía veraz de cómo tratando de organizar un perfecto paraíso se construyó un más infierno: las ideas puras convertidas en puro crimen. Duro testimonio que ha de ocupar un destacado lugar entre los libros de los campos, Primo Levi, Varlam Shàlamov...

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