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RUGIDOS ROJIBLANCOS

El bolero de Manuel

 

Eduardo RODRIGÁLVAREZ Periodista y autor del blog De los pies a la cabeza

Cierras los ojos, escuchas el punteo de una guitarra en un bolero y es lo más parecido que puedes encontrar al juego de Manolo Sarabia. Se decía de la guitarra en un bolero que era el terciopelo para el sillón de la voz. Pues eso era Manolo Sarabia, con su cuerpo de aspecto desgalichado, debilucho parecía, con aquellas piernas largas y un tranco suave que se movía por el campo como sin prisa pero sabiendo siempre a dónde ir. El final en el fútbol siempre es el gol, pero en el caso de Sarabia (el cigüeño le decían algunos en la tribuna) había que aplicarle la filosofía del buen montañero que dice que lo importante no es la meta sino el camino.

Porque cuando Sarabia cogía el balón soñabas por el gol, pero disfrutabas con el dribling, con el quiebro, el requiebro y el diapasón que le ponía a cada encuentro con los rivales. No, defender no defendía mucho, porque también seguía el dictado cubano de no dar un paso atrás ni para tomar impulso. Pero ¿qué más daba? Otros había que hacían ese trabajo maravillosamente bien y le permitía a Manolo (entonces le decían Manolo más que Manu) iniciar su repertorio de boleros que convertían San Mamés en otro teatro de los sueños. Hasta cojo, roto, lesionado en una prórroga copera, le hemos visto marcar (¿o no marcó?, ¡qué más da!) de cabeza a la salida de un córner. Si a los guitarristas les duelen los dedos tras un largo concierto, a Manolo le dolían aquel día las piernas y diría yo que las bolas (ahora gemelos) ya no le cabían en su alargada osamenta.

Manolo Sarabia era la reafirmación de que el Athletic ya no eran aquellos magníficos aldeanos de siempre a los que se refirió Mr. Pentland, sino que el arte ya no sólo estaba en el arco de San Mamés, en el magnífico recipiente futbolístico que durante tantos años ha hecho de Guggenheim para atraer turistas a Bilbao. Antes del Guggenheim, existió La Catedral y los peregrinos fueron cientos de miles (quizás millones) atraídos más que por el arte estructural, por la magia de un estadio en el que el público era el principal protagonista.

Pero allí expuso entre otros sus obras Sarabia demostrando que en el Athletic también se sabía pintar, dibujar el fútbol, colorearlo, reivindicando el fútbol de jugadores selectos (la lista sería interminable desde Gorostiza, por ejemplo, hasta Ander Herrera) que si fueran a ser enumerados ahora, internet, en su inmensidad, parecería la cartilla de un colegial. Cada cual puede poner los suyos, artistas que compartieron escenario con guerreros todopoderosos desde Belauste o Venancio hasta Goikoetxea o Gurpegui, corpachones incansables nunca exentos de calidad.

Pero Sarabia era el violinista, cierto que a veces caprichoso, pero nunca insolidario, salvo que se gripase el motor. Y como buen solista tuvo sus enloquecidos fans y sus enfurecidos detractores. Ocurre siempre con los genios que llevan la polémica en los genes, probablemente porque sus fans a veces magnifican las rutinas y los detractores siempre le exigen lo imposible. Diríase que se le exigía, a veces, a Sarabia que tocase la guitarra con una mano.

Y como la polémica le perseguía, le persiguió hasta el último día, en aquella tormenta imperfecta con Javier Clemente que resumió en una frase genial el periodista, compañero y amigo Patxo Unzueta: «El poder y la goria», definió aquel desencuentro total, la mayor fractura social que ha vivido el Athletic y a cuyo lado el asunto Llorente parece un juego de niños. Pero eso es otra historia.

Cada vez que Sarabia recogía el balón en el centro del campo, el cosquilleo era general, su carrera por el césped era como una sucesión de arpegios, y producía la misma emoción que para los amantes de la guitarra significa ver bailar los dedos de Paco de Lucía en el mástil de tan sencillo instrumento.

Alguien dijo una vez que el único baile real era el de un guitarrista recorriendo la guitarra. El fútbol es un poco lo mismo: no sólo importa lo que se consigue, sino cómo se consigue y aún más, lo que anuncia, lo que sugiere.

A Manolo le ví muchos y muchos partidos, porque en su época un servidor ya ejercía esta profesión que, por devoción, nunca parecía una obligación. Diría que casi los vi todos. Incluso con aquel Logroñés que cautivó a media España junto a Setién, Alzamendi, Ruggeri (éste de artista tenía poco) y compañía. Y a mí me lo hizo más fácil. Comprendí que la belleza y el sudor son compatibles, que el arte y el cemento no tienen por qué llevarse mal, que al fútbol se va a disfrutar, a vivir el momento, los momentos, por encima del resultado.

Pero encima Sarabia y compañía, aquel equipo de hierro forjado, consiguió ser bicampeón de Liga, y campeón de Copa. Y tuvo la Supercopa sin necesidad de rival. Y es que era un equipo muy de Bilbao, aunque Goikoetxea fuera de Alonsotegui, Zubizarreta de Aretxabaleta, Dani de Sopuerta, Urtubi de Muskiz y Sarabia, el artista, el violinista, el guitarrista del bolero, de Gallarta. De la mina. Paradojas de la vida.

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