Joxe Iriarte, «Bikila» Miembro de Gorripidea
Ningún avance social se consigue sin lucha
El autor, que junto a su actividad militante dedica «muchas horas al estudio de la realidad que vivimos», se muestra convencido de que no es posible confrontar con el poder con éxito sin una fuerte conciencia colectiva surgida del conocimiento social. Analiza la evolución social y la involución organizada de las conquistas sociales y las proyecta en la huelga general del 30 de mayo, y pone en valor el potencial de ese instrumento «que debe ponerse al servicio de medidas de urgencia a corto plazo y de un estrategia que rompa con el sistema a medio plazo».
Desde el momento en que el Gune Sozial (formado por mayoría sindical vasca y diversos movimientos sociales) convocó para el día 30 de mayo una nueva huelga general, todos los que de una forma u otra apoyamos tal decisión estamos inmersos en una doble tarea organizativa y discursiva.
Con tal empeño, organizamos movilizaciones a diferente escala, charlas y reuniones de debate, etc. Todo eso y mucho más va a ser necesario si queremos que la huelga general sea un éxito, pues las fuerzas contrarias son poderosas y cuentan con inmensos resortes, tanto jurídicos -leyes punitivas- como económicos y represivos, además de gozar del apoyo de una buena parte de los medios de comunicación que martillean sin cesar las conciencias de las gentes, aduciendo que la huelga general, además de innecesaria, es contraproducente.
En ese contexto, en paralelo a la actividad militante práctica (dentro del colectivo en el que milito y fuera de él; por ejemplo, en el organismo unitario como el que hemos constituido en Oarsoaldea) dedico muchas horas al estudio de la realidad que vivimos y padecemos. Y es que, tal y como afirma el historiador Josep Fontana, no es posible una confrontación con éxito con el poder sin una fuerte conciencia colectiva que se le oponga, y tal conciencia siempre es el resultado de la información y el conocimiento de la realidad.
La realidad, sin embargo, tiene dos niveles: el histórico y el coyuntural. No es posible conocer el presente sin conocer el pasado del cual proviene. Precisamente, del último libro que ha publicado Josep Fontana, titulado «El futuro es un país extraño», extraigo varias ideas que siempre han estado muy arraigadas en mi visión de la historia de la lucha de clases, pero que el mentado libro expone de forma meridiana.
La primera: Ni las libertades políticas ni las mejoras económicas se consiguieron por una concesión de los grupos dominantes, sino que se obtuvieron a costa de revueltas y revoluciones.
La segunda: que tales conquistas nunca están aseguradas, y lo que se ganó con grandes esfuerzos se puede perder mediante contrarreformas y contrarrevoluciones, si las clases dirigentes creen que tiene la fuerza suficiente para invertir la situación. Es lo que está ocurriendo desde hace 20 años y se ha agudizado tras la crisis de 2008.
Sin lucha, incluso en fases de bonanza económica del capital, las condiciones de existencia de las clases trabajadoras y la mayoría de la población pueden deteriorarse gravemente. Durante todo el siglo XIX hubo una inversión entre desarrollo económico y nivel de vida, y solo varió cuando las clases oprimidas empezaron a soliviantarse y el fantasma del comunismo sacudió todo Europa, aterrorizando a las clases dirigentes.
El estado del bienestar solo fue posible por la coincidencia en el tiempo de un periodo de bonanza económica (resultante del intervencionismo estatal en las tareas de reconstrucción de la guerra) y el fuerte temor de la burguesía a que se repitiesen los estallidos revolucionarios (como los que se conocieron en la etapa de entreguerras) si no hacían concesiones de importancia. Había que añadir el miedo a una URSS muy fortalecida por su papel en la victoria contra el fascismo.
En la década de los 70, la burguesía cambió de orientación liderada mundialmente por Reagan y Thatcher. La URSS, empeñada en una política de coexistencia pacífica, ya no representaba ningún peligro de propagación comunista, la socialdemocracia estaba domesticada y la resaca post-mayo del 68 coincidía con el declive de los movimientos de liberación nacional en todo el mundo.
En los 80 infligieron una fuerte derrota al movimiento obrero organizado y desarticularon sus bastiones sociales; la socialdemocracia asumió el ideario neoliberal, dejando en el camino lo poco que le quedaba de su antiguo reformismo; con su guerra de las galaxias, aceleraron el derrumbe de la URSS, para entonces muy debilitada por sus contradicciones internas.
Y se abrieron las compuertas del tsunami neoliberal, llevándose por delante lo fundamental de las conquistas del anterior periodo, si bien durante un tiempo se falseó la realidad mediante el mantenimiento del empleo en sectores como el automóvil y el ladrillo, así como un nivel alto de consumo propiciado por el crédito fácil que endeudó -y obnubiló- a tanta gente, que entró al trapo totalmente (ciega ante lo que venía), de forma irracional y artificial, hasta que llegó el crack. Y con él, lo que ya conocemos.
Vivimos momentos de extrema gravedad. Yo diría de encrucijada histórica. En caso de que la crisis se resuelva según los planes del capital, las clases trabajadoras (y dentro de ellas la mujer) y el medio ambiente sufrirán un empeoramiento que podemos calificar de catastrófico. Término que puede excesivo, pero que cada día que pasa está más en boga entre economistas críticos, ecologistas, científicos (no necesariamente de izquierdas) y personas preocupadas por la deriva del mundo actual. Nunca fue más clarividente el grito de alerta de Rosa de Luxemburgo: ¡Socialismo (eco-) o barbarie!
En este contexto situamos la huelga general del día 30. Ciertamente, la convocatoria viene precedida de cierto cansancio por los magros resultados de las anteriores, por la persistencia de la desunión, la discontinuidad en la movilización y las formas un tanto sincopadas que toman las huelgas generales. Añadiendo a ello la formas un tanto burocratizadas de organizar las convocatorias, la falta de conexión de los sectores con trabajo asalariado y los parados, la juventud, etc. Y sobre todo ello, hay que reflexionar y encontrar soluciones, pues crean recelos, desafecciones y desmoralización. Pero, a su vez, hay que decir alto y claro que la peor solución (mejor, la no solución) es no hacer nada, caer en la desmoralización o la apatía, replegarse en el individualismo y el sálvese quien pueda o pensar que políticos falsarios, rehenes de los dictados de los poderes económicos, nos van atraer la solución.
La soluciones pasan, en primer lugar, por plantear y exigir a la corta una serie de medidas de urgencia (los convocantes de la huelga general plantean una Carta de Derechos Sociales que puede convertirse en un icono, si se entiende como una plataforma reivindicativa y de lucha -y apoyada por miles de firmas-) y una estrategia a medio plazo que propicie una ruptura con el sistema (medios, modos y objetivos de producción y de consumo capitalista) que den paso a un periodo de transición hacia una sociedad ecosocialista (y feminista), que permita a las clases desfavorecidas y los pueblos desarrollar una cultura (que algunos teóricos ecosocialistas llaman de la buena vida y que poco o nada tienen ver con el viejo estado del bienestar de tipo keynesiano y desarrollista) consistente en vivir satisfaciendo las necesidades de la población de forma sostenible (dentro de un planeta finito).