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Iñaki Egaña | Historiador

El exilio y la necesidad

El exilio es un concepto universal, histórico, plagado de literatura, de crónicas y de memorias. También de desventuras. En la mayoría de los casos es una experiencia traumática, lejana de aquel mal menor que una vez escribió Pilar Iparragirre para precisar la situación de los deportados vascos. Es el «amigo congelado» que definió Joseba Sarrionandia.

Me provocan melancolía, seña de identidad de las izquierdas frente al cinismo de la derechas (lo dice un pensador conservador como es Daniel Innerarity), las reflexiones sobre el exilio de nuestros antepasados más recientes, las de Vicente Amezaga desde Argentina: «No hago vida de relación, y las horas que el trabajo me deja libres, las paso en mi casa, esperando, esperando siempre».

Una melancolía fugaz, propia de aquellos que dejaron de leer en el presente y de la que me quiero apartar. El exilio, hoy, es un escenario más en la criminalización de la disidencia. Una batalla en la que Madrid y París encuentran las facilidades de la globalización: la Euroorden, Europol, Eurojust... Poco espacio para la nostalgia.

El primer exiliado vasco de ETA fue Txillardegi, que cruzó la línea fronteriza por Dantxaria y fue recogido al otro lado de la muga por Pierres Xarriton. José Luis acababa de salir de la cárcel de Martutene. Era 1960. Lejos de tiempos más sombríos. Aquello, sin embargo, semejaba a los de la Gestapo.

Fue, sin duda, la primera razón del exilio: evitar la prisión, pero en igual o mayor medida, la tortura. Los métodos policiales en las comisarías eran salvajes. No había ni término medio, ni libros de estilo, ni negación de los malos tratos. La tortura se enseñaba ya en el bachillerato. En los interrogatorios colgaban a los detenidos, les arrancaban las uñas, les golpeaban hasta desfallecer. La tortura fue origen de la huida.

De la misma manera, este primer exilio creo, por extensión, las primeras redes de solidaridad. Así como Xarriton acogió a Txillardegi, miles de solidarios en todo el mundo, en especial en el Estado francés, ampararon a los huidos. Muchos lo pagaron con la cárcel y algunos de ellos, como el bretón Jean Groix, con la vida. En 1995 París celebró un macrojuicio contra 38 bretones por asilar a vascos.

Un año más tarde de lo de Dantxaria, como si el hilo jamás se hubiera destensado, el abogado jeltzale Sabin Barrena pasaba la muga por Irun. Volvía del exilio de la guerra de 1936. No tenía causas pendientes, le habían confirmado en la embajada española de Caracas. Como tantas otras veces, una farsa. La palabra de las autoridades españolas no existe. Barrena fue detenido y condenado a 8 años de cárcel. Coincidió en la prisión de Soria con los primeros detenidos de ETA.

Aquí se encuentra la segunda de las razones del exilio moderno. La generación de 1936 era la de la derrota. Por partida doble. Después de dejar la piel en el camino, aquel Gobierno Vasco republicano creyó en la palabra aliada, en especial en la que emanaba de Washington. Pero como la de Franco, la palabra de Truman era la de un falsario. EEUU dio la espalda a los vascos y a su democracia después de haberlos desnudado y puesto su caudal humano al servicio de la causa anticomunista. Segunda derrota. Sin ella, ETA probablemente no hubiera nacido.

El mito de Ulises nos planteó, desde que existimos, la exigencia del retorno. El exilio es un acto voluntario y, en consecuencia, una necesidad. Un acto voluntario, político, a pesar de esas declaraciones del Parlamento de Gasteiz que nos devuelven al cogollo del con-flicto: la negación del mismo y de sus sujetos.

Incluso los judíos resolvieron la ecuación de la necesidad con su retorno a la llamada «tierra prometida». Un valor que dos mil años después ha servido también para promover guerras santas. No es el nuestro, obviamente. Pero sirve para anclar los mitos. Para centrar la impresión y para marcar enseñanzas.

Es la tercera de las razones. El exiliado huye para seguir aportando su parte en una confrontación en la que, en caso contrario (detención), habría sido inutilizado. La razón política de su lucha, las razones por las que huyó siguen vigentes. La vuelta, su aportación, es el objetivo. Regresar a casa y ser arropado política y socialmente.

Es ese espíritu de Ulises el mismo que animó al lehendakari Agirre en 1937, cuando desde el borde de Euskal Herria, lanzó aquellas frases que quedaron grabadas en toda una generación: «He llegado con las tropas vascas hasta el límite de Euskadi. He permanecido entre ellas admirando el temple de nuestro pueblo, cuyo espíritu jamás será vencido. Y antes de salir de Euskadi...». El sueño del retorno. Cuando Txillardegi cruzaba la muga hacia el norte, símbolo de una nueva generación, Agirre fallecía en París, símbolo de otra. En medio 23 años.

Sin embargo, aquella primera ruta de contrabandistas aprovechada por los primeros exiliados de ETA no se ha cerrado. No ha tenido un último y aciago episodio como el de Sabin Barrena. Durante más de 50 años, el conflicto ha creado una extensión de territorios en los que los huidos han vuelto a repetir un viaje iniciático. Con una salvedad. En los últimos 50 años el espacio del exilio moderno se ha convertido en el eslabón más visible, junto al de los presos, al que dirigir la represión, incluida la guerra sucia.

La persecución se trasladó más allá del Aturri, y llegó a Francia, México, Venezuela, Uruguay, Ecuador... Policía, diplomáticos, militares y mercenarios han recorrido el mundo a la caza de exiliados vascos, ofreciendo ayudas al desarrollo en el llamado Tercer Mundo, comprando ingenios bélicos, votando a favor de determinados intereses en foros internacionales... todo ello al objeto de romper el exilio vasco y sus redes.

Sería un error identificar la represión con la apertura del espacio Schengen (1985), con el cambio en el equilibrio mundial (Caída del Muro de Berlín, 1989) o con las restricciones de libertades a partir de los atentados fundamentalistas (EEUU, 2001). La determinación represora nos lleva al origen. Aquel paso de muga por Dantxaria tuvo un tercer protagonista, Eneko Irigarai, quien hizo de mugalari con Txillardegi. Irigarai sería detenido por la gendarmería francesa en 1962 y expulsado, junto a Julen Madariaga, a Argelia. Cuando en 1977 se produjo la amnistía, Francia prohibió a Irigarai la estancia en su territorio. Madrid y París sí perciben los sujetos del conflicto.

Las últimas ofensivas contra el exilio vasco provienen del Pacto Antiterrorista del año 2000, antes del 11-S por cierto. Aquella determi- nación tuvo un objetivo común: la aprobación urgente del espacio judicial europeo (reconocimiento mutuo de las resoluciones judiciales), la tipificación común del delito de terrorismo y la aprobación de la orden de búsqueda y captura (la desaparición de la figura de la extradición). Daría sus frutos en el procedimiento de la Euroorden.

Sé que el espacio y la levedad acogotan en el tintero otras cuestiones. También razones. No quiero, sin embargo, antes de guardar el archi- vo en mi escritorio, aparcar una reflexión. ¿Exiliado? ¿Refugiado? ¿Desterrado? No tengo títulos, ni galones para preconizar con éxito. No lo pretendo y por ello pongo el tema sobre la mesa. Me dijeron que el desterrado (al igual que el deportado) era un término histórico, casi medieval. Pero un centenar de vascos fueron deportados en las décadas de los 80 y 90. No eran, precisamente, tiempos de caballeros ni de castillos. El desterrado no existe. Desapareció para la humanidad mientras espera su vuelta.

En cambio, la línea entre exiliado y refugiado parece más tenue. El refugiado es el que participa en el devenir del país que le acoge, sin abandonar su patria. Se puede ser exiliado en México y Venezuela. Se puede ser refugiado en México y Venezuela. Pero no se puede ser, según mi opinión, exiliado en Lapurdi, Bajanavarra o Zuberoa, territorios de la misma patria. Sólo refugiado.

Centenares de hombres y mujeres huyeron por las rutas del contrabando hacia el norte. Huyeron de la tortura, de la detención, porque deseaban participar en el destino de su país. Cambiarlo. Y por eso se refugiaron entre el Aturri y el Bidasoa. Xaho comparó este viaje, hace ya más de 150 años, con una metamorfo-sis. Y probablemente, a pesar del tiempo, la metáfora sea válida. Camuflados entre piedras, esperando a través de la ventana con Amezaga, el retorno al protagonismo de esa comunidad a la que nunca han dejado de pertenecer.

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