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Carlos GIL Analista cultural

A mano

Cada vez que miro la luna en estado de gracia, creo sentir que la tengo a mano. La siento como una nota aguda capaz de cantarla antes de calzarme las botas; un paso de danza en acrobacia con el que suspenderse en una muesca de tiempo por encima de mis posibilidades. Si estoy escribiendo, parece que guíe mis deditos por este teclado iluminado. No es una inspiración sino un hecho certificado por la junta de hormigas de mi balcón estrecho donde siembro bolígrafos confiando en recoger novelas históricas que ocupen el escaparate de los grandes almacenes.

Todavía no he parado de llorar desde que una noche enamorada observé a un payaso columpiándose en una luna atravesada por una rosa. Ahora mismo soy un mar de lágrimas recordando a Josep Maria Flotats en la escena final del Cyrano: la luna de madera se convertía en la historia de la humanidad ampliada a una poesía visual. Este sabor salado de la última lágrima me remonta a una película de Fellini que desdibujó a los payasos más tristes. Una nariz roja no es una bula carismática sino una responsabilidad cósmica.

Un sombrero es una maceta de lirios puesta al revés. No deja pasar los rayos de sol y a la vez impide que se escapen los rayos que se forman en las tormentas de ideas. La demagogia parece un paraguas agujereado utilizado como arma de resignación masiva. Sueño con un línea recta que me lleve a la otra cara de la luna, allá donde estás tú pintando una noche blanca en un lienzo de esperanzas. Siempre quise sentarme en el alfeizar de la vida para que los mosquitos esculpieran en mi cuerpo un grito de auxilio. Lo tengo a mano. Es cuestión de seguir la sombra que deja el suspiro de una bibliotecaria feliz.

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