Podía haber titulado esta columna «Ata a tus perros», pero tampoco era cuestión de generar confusiones. Con la frase de la cabecera resulta evidente que nos referimos a los cánidos de cuatro patas y a sus dueños y dueñas.

Tengo una amiga que es infatigable militante de los derechos de los animales. Digo infatigable porque ya hace más de veinte años que nos conocemos y siempre ha estado al pie del cañón defendiendo a los caballos, los toros, los perros o cualquier otro bicho viviente. Quienes comparten Facebook con ella pueden dar fe. Me parece perfecto, cada persona ha de elegir las causas en las que cree y las batallas que ha de pelear.

Sin embargo, escuché hace poco que lo importante de una frase es lo que viene después del «pero». Y sí, el pasteleo del párrafo anterior, que es sincero, lleva un pero por detrás. Porque me parece perfecto denunciar a esos miserables que abandonan a su cachorro cuando llegan las vacaciones, o al que ahorca a su perro de caza cuando ya ha perdido las facultades que lo hacían valioso, por citar un par de ejemplos bastante comunes.

Pero ello no significa que me parezca divertido que ese gran danés de 50 kilos me ponga las patas en los hombros. «Sólo quiere jugar», te dicen. Joder, pues cómprale unos clicks de Famóbil, porque son muchas las personas que lo único que sienten cuando se les acerca un perro suelto es miedo. O que simplemente no les apetece jugar o hacerle carantoñas al chucho de marras. Y el derecho de unos a tener un animal no está por encima del derecho de otros a pasear con tranquilidad, ni te cuento si se va con menores, por las calles de la ciudad. Tampoco me hace gracia que ese clon de Beethoven me llene de babas, o que un ratonero, por muy «salado» que sea, se lance a por los bajos de los pantalones.

Por no hablar de esos dueños y dueñas incapaces de recoger el regalito que su mascota deja en la acera, que le entran a uno ganas pillar la motosierra y protagonizar una nueva secuela de «La matanza de Texas».