La primera leche que bebí en mi vida, al margen de la que mi madre dispusiera, fue la leche en polvo regalo del Plan Marshall. La primera vez que pasaron sus majestades por casa me dejaron un Colt-45 plateado de cachas nacaradas que, si bien no disparaba, al menos hacía ruido.

El primer oficio que ambicioné fue ser sheriff de Tucson o corneta del 7º de Caballería. Comencé a amar el cine viendo «Bambi» y el primer sueño erótico del que tengo memoria fue Marilyn Monroe. «Superman» fue el primer cómic que cayó en mis manos y «Bonanza» la cita más esperada en la televisión. Mi primera carcajada se la debo a Groucho Marx y sus hermanos, y el primer muerto honorable que mis nueve años enterraron fue John F. Kennedy. Mi primer desacato fue exigir los vaqueros que les veía a los demás niños, en lugar de mis pantalones cortos de «pata de gallo» regalo de una tía a la que nunca perdoné el agravio. Mi bebida preferida, una soda negra con burbujas; la exquisitez más deseada, una hamburguesa con patatas fritas; mi primer secreto, los cigarrillos que me fumaba en el baño.

Me hice adulto una noche en la que la razón y el derecho pesaron más en mi conciencia que la memoria de tantas emociones. Se me había enseñado a admirarlos... y no los aborrezco.

Lo que sí me repugna es esa indigna recua de gobiernos infames y asesinos, ese Estado delincuente que sigue oliendo a azufre, ese «norte revuelto y brutal» del que hablara Martí, que enarbola la violencia como conducta, la tortura como terapia, el crimen como oficio, la guerra como negocio y para el que siempre hay un Nobel de la Paz.