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ESTITXU MARTÍNEZ DE GUEVARA | GASTEIZKOAK

Abolición del aparato policial

En los últimos meses, y con perspectivas de extenderse en los próximos, se va abriendo camino en los medios un debate sobre el modelo policial, debate propiciado por las declaradas intenciones de los nuevos responsables del Gobierno vasco de poner en marcha un nuevo modelo policial en la Ertzaintza. Hasta aquí, nada extraño, es algo que se repite habitualmente cada vez que cambia la orientación política de un gobierno y más si este se ve en la necesidad de intentar «lavar la cara» a un cuerpo policial más que cuestionado socialmente, no solo por casos como los de Iñigo Cabacas o Xuban Nafarrate, sino por un proceder habitual que genera problemas en vez de soluciones y que suscita entre buena parte de la población más temor que sensación de seguridad.

Pero lo que en esta ocasión nos empuja a intervenir en el debate es la preocupación que nos causa observar los parámetros y contenidos con los que están interviniendo en él reconocidos representantes de la izquierda abertzale (por ejemplo, el pasado 27 de mayo en GARA, Iker Casanova). La preocupación estriba en que, a nuestro juicio, se comete el error de entrar al debate sobre «modelo policial», admitiendo así unos parámetros que hacen que este debate esté viciado de base. Nos explicamos.

Podríamos decir que nuestro antimilitarismo «nos lleva a rechazar los enfoques exclusivamente centrados en `la policía' como función y `la policía' como corporación, como instrumentos válidos», y que por ello «es preciso entonces tratar de hallar otro enfoque: el de la policía como aparato», entendiendo este concepto de «aparato policial» «como parte integrante de los instrumentos de control de que disponen, en un momento dado (siempre traducible a coordenadas económicas, históricas, sociales...), las clases dominantes, que imponen recurriendo a ellos su modelo económico y su forma de gobierno al colectivo sobre el que extienden su ámbito de poder».

Desde este enfoque «lo que distinguirá a una policía de otra no es su estructura institucional o funcional, sino su posición y utilización en el conjunto del aparato represivo del estado concreto y específico que estemos analizando. En consecuencia, los indicadores pasarán por ver al servicio de qué (o bajo el poder y uso de qué) ideología se halla; en función de qué intereses económicos subyacentes a los intereses subyacentes a la clase en el poder se le hace actuar, etc. (...) Bajo este prisma, se trata de ver al objeto policía como un aparato más de los que el Estado utiliza para mantener el poder y garantizar el control social (...) En este sentido, el aparato policial formaría parte de un trinomio administración de Justicia-policía-sistema penitenciario, al que se atribuye la mayor parte del potencial represivo estatal y, por descontado, el monopolio de la fuerza». Este es el marco inicial que consideramos básico para afrontar en su verdadera dimensión la cuestión policial.

Probablemente se nos objetará que ese planteamiento del debate es dirigirlo ya a nuestro terreno, esto es, a posturas abolicionistas de lo policial, esas que Iker Casanova calificaría de «aspiración utópica pero necesaria». Pero nada más lejos de la realidad, pues las frases entrecomilladas de los anteriores párrafos no son de ningún abolicionista, sino de la tesis doctoral de Amadeu Recasens quien, entre otras cosas, fue Director de la Escuela de Policía de Cataluña.

Pero es que, además, en el contexto de Euskal Herria (más concretamente en la CAPV), debatir sobre el limitado aspecto del «modelo policial» no permite abordar otras consideraciones igualmente básicas, ligadas a la cuestión de a las órdenes de quién está la Ertzaintza y, por lo tanto, los intereses de quién defiende. Porque, por ejemplo, se podrá debatir todo lo que se quiera sobre el modo de actuación de la Policía vasca ante situaciones como la de los Aske Guneak, pero mientras lo único sobre lo que se debata sea su modelo, no conseguiremos cuestionar lo importante: la decisión política de que actúe contra el pueblo. Porque este proceder de la Ertzaintza que los responsables del Gobierno vasco explican bajo el disfraz de que es una «Policía integral» en realidad significa que la Policía Autónoma Vasca es bastante menos autónoma de lo que su nombre pudiera indicar. En efecto, el actual código deontológico de la Ertzaintza recoge que «El servicio público de policía se ejercerá con absoluto respeto a la Constitución» y que «Los miembros de la Policía del País Vasco respetarán la autoridad de los Tribunales, y, en el desempeño de su función como Policía Judicial, estarán al servicio y bajo la dependencia de la Administración de Justicia, en los términos que dispongan las leyes». Por si esto fuera poco, en la Ley española de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, entre los artículos que implican a la Ertzaintza, figura el que marca que «Los miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad [y la Ertzaintza es uno de ellos] deberán jurar o prometer acatamiento a la Constitución como norma fundamental del Estado». E, insistimos, ninguno de estos artículos y disposiciones se ponen en cuestión con un simple cambio de modelo policial.

Asimismo, el debate sobre el aparato policial tiene que ir necesariamente unido a otro sobre el principal «argumento» que se utiliza para justificar su existencia: la seguridad, la causa para la que teóricamente, se nos dice, fueron concebidas las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad. ¿Pero qué seguridad? ¿La seguridad de quién? Y, sobre todo, ¿la seguridad contra quién?

Porque los cuerpos policiales son uno de los brazos armados (el otro, los ejércitos) que detentan el monopolio de la violencia del Estado que los ha creado y, por lo tanto, sigan el modelo policial que sigan, están al servicio de sus aparatos de poder (económicos, legislativos, judiciales...). Constatarlo es tan fácil como contestar a algunas preguntas: ¿se dedican a proporcionar seguridad a esos poderes o a las poblaciones? Dicho de otra forma más cotidiana, cuando los poderes económicos y financieros esquilman de forma usurera a las poblaciones hasta arrastrarlas a la pobreza y la exclusión social, los cuerpos policiales ¿van a bancos y cajas a imponer la redistribución de la riqueza económica, o reprimen a quienes intentan evitar desahucios u ocupan fincas de terratenientes? ¿Detienen a los empresarios que hacen negocio a costa de la precariedad laboral, de la amenaza de despido, de los contratos irregulares... o a quienes para poder sobrevivir se buscan la vida o se la juegan saltando verjas y cruzando estrechos? ¿Persiguen a quienes mercadean con la muerte con sus fábricas de armamento, o a quienes han de recurrir a la protesta violenta para que su voz se oiga? ¿Detienen a quienes en clara apología de la violencia desfilan y se exhiben armados con tanques y misiles, o a quienes se organizan para hacer posibles sus deseos de independencia y soberanía?... La respuesta a todo ello está muy clara, basta con echar una mirada al tipo de poblaciones que abarrotan los centros penitenciarios, esas que esos mismos poderes han convertido en las «delincuentes oficiales», mientras los verdaderos delincuentes siguen ocupando sus grandes despachos y poltronas.

Los debates señalados (incluyendo el de alternativas al aparato policial que sirvan para garantizar la verdadera seguridad de las poblaciones, eso que hay quien llama «seguridad humana» en contraposición al concepto de «seguridad ciudadana») están pendientes de ser abordados con valentía desde posturas de izquierda transformadora (déficit que desde el antimilitarismo también debemos asumir) y habrá que ponerse cuanto antes a ello, pero lo que nos parece un grave error es comenzar ese debate desde un falso planteamiento («modelo de policía») que conlleva en su enunciado la aceptación del aparato policial. Estas líneas pretenden aportar reflexión para no caer en esa trampa.

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