análisis | protestas en brasil
Incendio político en Brasil
Las calles de Brasil arden. Como en todo incendio, el comportamiento de las llamaradas es imprevisible y para entender los hechos, es ocioso entretenernos solo con juicios de valor, apasionadamente abrasados, sobre su naturaleza o su rumbo. Lo único cierto es que el fuego quema. El PT inició en 1996 un proceso firme de burocratización para transformarlo ante todo en una máquina de ganar elecciones. Las ganó al precio de su alma Lo pero son las soluciones bonapartistas, el tecnicismo tacaño, la tentación de resolverlo todo por la presumida ilusión de la gestión y de las ingenierías. Lo mejor es volver a hacer de la política el arte de la invención; en el sentido más grande y osado de la palabra
Ricardo CAVALCANTI-SCHIEL REBELION
No se sabe si el fuego se extinguió efectivamente o si el trabajo de rescoldo apuntalado por la presidenta Dilma Roussef va a ser eficaz. Tampoco se sabe, dado lo inesperado y lo indomesticado del fenómeno, si el fuego va a prender otra vez. En lugar de ofuscarnos con la imponderable fenomenología de los ardores, quizá nos valga algo la físico-química del fenómeno.
Para que empiece, se necesita la presencia simultánea de tres componentes: combustible, comburente y calor (energía de activación). Para que la combustión siga adelante se requiere una reacción en cadena que sostenga la quema. La condición de combustible no es ontológica; una cosa no existe necesariamente para quemarse. Ninguna sociedad, grupo o clase social (o incluso las calles) existe para precipitarse en esta suerte de reacción química; sin embargo, siempre es una posibilidad, para cualquier materia. Es el comburente, en reacción con la materia del combustible, lo que lo hace quemar. Frente a la política, el fuego es demasiado sencillo: su comburente universal es el oxígeno. Pero lo que es lo más sencillo en uno, puede ser lo más complejo en otro.
El combustible. Se ha hablado de la juventud, así sin más. Como yo prefiero las relaciones causales en lugar de los fetiches conceptuales (Marx nos recordó que cuando uno se agarra al fetiche de las mercancías se olvida de los procesos sociales de producción), me quedo con aquello de que la juventud es tan sólo una palabra.
Otra gente, pretendidamente más prudente, se fue a buscar los misterios de la sociología incendiaria en otro imponderable conceptual: las clases medias. A la rancia imagen de la pequeña burguesía se le agregaron el estrato novedoso de los recién alzados al mundo del consumo. El argumento de las nuevas demandas (de servicios públicos) del mundo clasemediero añadidas a las nuevas frustraciones de la vieja clase media es una especie de actualización de la fórmula del liberal Alexis de Tocqueville, de que las revoluciones ocurren cuando las cosas están mejorando y no cuando la crisis se extiende. Pero, en lo que tiene de imponderable, no deja de ser una fórmula mágica.
En realidad, tanto juventud cuanto clase media no son necesariamente buenos combustibles. Son materia inerte como madera: bien remojaditas no prenden fuego. El combustible puede ser una enormidad de cosas, y las podríamos sintetizar bajo el término «la gente», en la que alguna (trabajadores, jubilados, indígenas, estudiantes, barriales, homosexuales..), por contextos más específicos, puede que se encuentre particularmente predispuesta, como madera seca. Como cualquier materia puede oxidarse a la escala inflamable, el nudo de la cosa no está en el combustible por sí sólo, sino en las condiciones ambientales que disponen comburente y calor frente a él.
El calor o «energía de activación» es probablemente el componente de la combustión más fácil de identificar. Es lo más visible, lo que se siente en la piel. El primero de ellos es la intensidad de la utilización de un nuevo canal de comunicación: las (o mejor, ciertas) redes sociales digitales. No se trata de disponer de Facebook (o, más bien, de Twitter), sino de armar una red de comunicación eficaz.
En una de las típicas autocríticas burocráticas de las que los dirigentes del partido suelen hacer gala, el PT ha reconocido no haber sido capaz de reconocer a los «movimientos sociales generados por la integración virtual». Desde hace un par de años los ideólogos de la izquierda en Brasil se agarran a la panacea sociológica de los «nuevos actores» («nuevos sujetos»), olvidándose de las (viejas) relaciones. Ahora fetichizan también a los medios como generadores de «nuevos» mensajes.
Deberían recordar que, así como la gente de El Alto (La Paz) usó los móviles, hablando por ellos en aymara, para administrar las comunicaciones del movimiento que derrotó a Gonzalo Sánchez de Lozada en 2003, los canales y medios sirven como elementos funcionales, no generan por sí solo sentidos y mensajes; abren un espacio de comunicación, pero la legitimidad e inteligibilidad de los mensajes no son intrínsecos al canal. El medio NO ES el mensaje.
En Brasil, quién generó los textos de los mensajes fue el Movimiento Pase Libre (MPL), pero la semántica (o la gramática) de estos mensajes ha sido progresivamente amalgamada desde 1990, cuando Luiza Erundina, alcaldesa de Sao Paulo por el PT, puso en marcha los primeros estudios sobre la subvención social del transporte urbano. La causa se agrandó en la vieja agenda histórica del PT hasta ser marginada por el partido en su proceso de acobardamiento político, institucionalizándose fuera de él, como movimiento, a lo largo de varios foros sociales en Brasil, y llegando a albergarse finalmente en pequeños partidos de izquierda. No son «nuevos movimientos». Son viejos conocidos del PT. Muchos, si no todos, son parte de la constitución histórica del partido.
Pero si, en lo que toca a la energía de activación del fuego, la intensidad del uso de ciertas redes sociales le dio su calentamiento inicial, el detonador máximo de la combustión no parece haber sido otro que la indignación de la población frente a la violenta represión policial junto con la prepotencia de los grandes medios al tratar a una manifestación como una amenaza a (su) orden. Como una suerte de termodinámica social (es una metáfora), mucho de la energía desatada tiene que ver con la energía imprimida, es decir, con la percepción del significado de la violencia y su reconocimiento en un contexto de violencias sistemáticas.
Pero tanto el contexto como el mensaje forman parte del componente que metafóricamente llamamos comburente, es decir, tiene que ver con el oxígeno social que se respira. Aquí es donde lo que es sencillo en la naturaleza, se vuelve complejo en la política. Para producir una reacción en una materia polifacética en principio inerte, el comburente debe agarrarla por medio de radicales libres. En los últimos años, en Brasil, se han acumulado los reactivos.
El primer fenómeno notable fue urdido por el fisiologismo político de los partidos tradicionales, que se tragó al PT en el momento en que éste depositó sus fichas políticas en la gobernabilidad y descuidó representar a los movimientos sociales que le habían dado origen. Esto fue el ápice del proceso de burocratización del partido, que comenzó hacia 1996, con el intento de transformarlo ante todo en una máquina de ganar elecciones. Las ganó al precio de su alma. Tras la pérdida de su capital político de origen, la burocracia dirigente se vio obligada a buscar otro asidero. Éste fue construido sobre dos movimientos realizados en el ejercicio del poder:
De un lado, la inclusión económica de los más pobres, bajo la condición de nuevos consumidores, lo que agrandó cuantitativamente la economía (pero no cualitativamente), e implicó la apertura de nuevas fronteras de explotación económica sobre los recursos naturales (que van de las nuevas reservas de petróleo a las tierras de Amazonía).
Po otro, la demarcación de un espacio político cautivo y discursivamente sobredeterminante en el campo progresista, definido más bien por la negativa: si pierde el PT, la derecha vuelve con sus programas concentradores, con la alienación masiva del patrimonio público y su obediencia al consenso de Washington, que sacará a Brasil del Mercosur, de Unasur, de cualquier posibilidad de construcción de una comunidad política sudamericana y de un relativo protagonismo diplomático en un escenario global multipolar.
Hay que reconocer que este último discurso no es tan sólo un fantasma cómodo. La experiencia pasada y las sistemáticas declaraciones de la derecha lo confirman con contundencia.
Sin embargo, el resultado es que el PT, que se preciaba por ser un partido de masas, con una relación orgánica con los movimientos sociales, se volvió casi netamente electoral, en los términos de la democracia formal, donde la militancia histórica y las representaciones sociales quedaron progresivamente alejadas de las instancias de decisión estratégica, vinculadas más por viejas pasiones que por nuevos desafíos. Por fin, el PT se fue volviendo un partido «como otro cualquiera», pese a su tonalidad algo más rojiza en el espectro de las tiendas partidarias. Y como «otro cualquiera» pasó a subordinarse al juego de las viejas zorras del fisiologismo partidista. La política dejó de ser algo que el viejo PT siempre había cultivado: invención.
Hay quien llamó «peemedebismo» a este fenómeno de deglución del PT, que ocurrió bajo el paradigma de su gran partido aliado (¿ ?), el PMDB: al igual que el fenómeno de la «democracia pactada» de los años neoliberales en Bolivia, la política partidaria resulta ser una indistinción que pasa a operar en los términos de una gramática clientelar de los despachos. El condominio del poder se cerró, y las fuerzas vivas de la mediación social se quedaron fuera. El saldo que se fue acumulando de todo esto a lo largo de un decenio resultó ser un déficit de ciudadanía.
En este momento, como en 2003 en Bolivia, la lógica clientelar parece demostrar su límite en las protestas a lo largo del país. Si el enemigo del clamor popular no carga ahora de forma tan evidente el marchamo de neoliberal, su lógica políticoinstitucional es bastante similar.
En este caso, el gobierno Dilma tiene suficiente apoyo para encontrarse todavía muy lejos de un colapso masivo, como ocurrió con el gobierno de Sánchez de Lozada, pero la diferencia puede ser solo de grado. Como en aquella ocasión, las protestas expresan con bastante contundencia que la siniestra opacidad de las prioridades administrativas anda codo a codo con el reconocimiento de su hijo natural, la corrupción.
Al parecer, el gobierno Dilma cree todavía que la respuesta a esto es la de siempre: una operación técnica suficiente y eficaz, una cuestión tan sólo de perfeccionar la gestión. Una ejemplo de ello reside en la política indigenista del gobierno Dilma. El problema no se ciñe a entregar a los indígenas, en situación de emergencia, campos cultivables donde vayan a plantar yuca, en una suerte de asilo agrario. Se trata de reconocer sus derechos constitucionales, sobre todo a los territorios ancestrales de reproducción cultural, es decir, a sus espacios de memoria, en contra de la lógica de la producción. Y en cuanto a esto, nada cambió.
De otra parte, la bronca de los manifestantes contra «todos los políticos» ha sido alimentada no sólo por la opción del PT de encerrarse en el condominio fisiológico del poder del Estado. La derecha, a través de los grandes medios, ha sido eficaz en coronar discursivamente el alejamiento y hermetismo de la burocracia dirigente del partido, su «peemedebización», con el estigma difuso y general de la corrupción. En realidad, ningún otro gobierno como los del PT ha combatido tanto la corrupción. Pero por eso mismo se ha hecho más visible.
Sin embargo, la operación mediática clave se dio sobre un juicio, en instancia judicial exclusiva, que condenó por corrupción a varios dirigentes del PT. El juez relator del caso, Presidente de la Suprema Corte, sustrajo del proceso ingentes pruebas que contrariaban su interpretación condenatoria. Se puede decir que este juicio ha sido la más grande farsa judicial de la historia del país.
Hubo sí, a lo que parece, un crimen electoral de omisión contable de recursos, como en los partidos de derecha. Pero los procesos a estos fueron hábilmente bloqueados por el poder judicial, con la ayuda del mismo Presidente de la Suprema Corte que hace dos meses recibió una condecoración del ya candidato a presidente de la derecha en las próximas elecciones.
No obstante, toda la escenificación condenatoria, bombardeada por los medios con una intensidad no antes vista, ha servido para el linchamiento moral de los reos, como forma de condenar por corrupción a su partido y echar todo el condominio del poder federal a una misma fosa común. El mesianismo político de la «limpieza moral» ha sido uno de los tonos de las manifestaciones callejeras. Sin embargo, y hay que remarcarlo, no se trata de un componente aislado. Entra en sintonía con el déficit ciudadano que, de su parte, da consistencia a la burda simplificación con que este mesianismo opera. En pleno desembarco de la extrema derecha en las marchas, los medios destacaron al hecho de que el candidato a presidente preferido de los marchistas era... el Presidente de la Suprema Corte.
A todo ello hay que añadir la experiencia cotidiana del desamparo (servicios públicos de educación y salud de pésima calidad), de la autoridad arbitraria y discrecional de las normas urbanas y de la acción policial (a las que se debe agregar la lógica comercial en las exigencias de la FIFA para los eventos futbolísticos); en fin, la experiencia de todas estas pequeñas (¿?) violencias acumulativas que pueden hacer de la vida urbana en Brasil hoy algo muy exasperante.
Todos estos factores, unos reforzándose a los otros, han servido de comburente para el incendio. El combustible es la propia gente. Y las razones que la hacen moverse, a veces furiosamente, son el oxígeno de la vida política. En la víspera del partido entre Brasil e Italia, el periódico italiano «La Gazzetta dello Sport» resumió la situación con un «Italia-Brasile nel caos». A Lo que ellos llaman caos nosotros le llamamos democracia.
Muchos analistas se han quedado mirando las llamaradas, condenándolas como una conspiración de la derecha, lastimándose de sus efectos, apasionándose irreflexivamente por su naturaleza ígnea, sin llegar a querer comprender nada más.
Hay tres modos de apagar un incendio: o se quita el combustible, o se quita el comburente, o se quita el calor. En cuanto al combustible, es la imagen de la guerrilla como un pez en el agua. La guerrilla es el pez; la gente, el agua. Si no se puede agarrar el pez, se saca el agua para matarlo. EEUU probó este método en Vietnam con napalm. Después fue utilizado contra las guerrillas de Guatemala y Perú. En democracia, los métodos norteamericanos no son aplicables. Así que nos quedan dos: el resfriamiento (quitarse el calor) y el ahogo (quitarse el oxígeno).
Si la represión policial sigue en los niveles de bestialidad que se han visto, la temperatura va a seguir alta. En cuanto al comburente, puede ser lo mejor o lo peor de la política. Lo peor es el bluf, las soluciones bonapartistas, el tecnicismo tacaño, la tentación de resolverlo todo por la presumida ilusión de la gestión y de las ingenierías, lo que solo aplaza los problemas. Lo mejor es volver a hacer de la política el arte de la invención, en el sentido más grande y osado que ello comporta.