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Jon Odriozola Periodista

No son ni piratas

Los modernos piratas que vemos hoy, estupefactos, se reparten el botín, pero sin código ni pata de palo. Entran a saco. Como Carlos V en Roma

La molicie y podredumbre a la que estamos asistiendo es espectacular. Y ello en el sentido de que somos,como dirían los situacionistas, espectáculotariado. No hay pueblo, no hay masas, no hay clase obrera ni «multitud» (el último invento del prestímano Negri): sólo público. Así nos quieren: público de mirada atónita y présbita. Y ello mediatizado por prolíferos tertulianos que fingen escandalizarse ante un show del que forman parte. Igual que la vaca que mira el paso del tren con mirada bovina, así nos quieren. Acaso, tal vez, como carnaza, para la plebe, un pez gordo a la trena, como exutorio, hay justicia, ¿viste? 

Todo es moda,pasajero,efímero. ¿Qué fue de los escraches? ¿O de expropiar víveres en los grandes súpers? Los más brutos lo condenan. Los más inteligentes, los que saben de qué va esto, los pasean por la tele. Y la tele tiene televidentes, público, espectáculo. Así nos quieren, por fas o por nefas.

Se roba mucho en este Estado. Y se defrauda. No roban más porque entonces nadie tendría un duro para comprar una barra de pan y no habría panaderos y los ladrones tendrían que comerse todo el pan y, como no pueden, van a robar a otro lado, inversión le llaman y, si les sale mal, especulan o qué ostias, cobramos sobresueldos que esto es jauja y vivalavirgen. Como los piratas. ¿Como los piratas dije?

Si los ladrones van a la oficina, los piratas eran gente honrada: tenían un código. Tenían «las reglas del diablo». El llamado código-pirata es considerado como una serie de reglas de conducta comunes a todos los piratas y, además, escritas, o sea, como la Constitución española...

 No todos los códigos piratiles eran iguales (como bucaneros, filibusteros y corsarios no son ni eran lo mismo), pero sí tenían un mínimo común denominador (o máximo común divisor porque cada maestrillo, cada capitán, tenía su librillo). Extramuros de la legalidad, hilvanaban la suya propia y, así, consideraban delitos graves la ocultación de parte del botín, el robo a los compañeros, hacer trampas en el juego (al naipe), desertar en la batalla o no tener las armas listas en el momento del abordaje. El Gato de Siete Suelas, dizque el látigo, no era tan habitual como se ve en las películas. Dejar a alguien en una isla desierta, sí. Tenían hasta una especie de seguridad social que cubría con una indemnización a los piratas mutilados en el fragor de la «batalla» y los «servicios» prestados, sólo que estos no iban uniformados, es el «progreso». Celebraban asambleas y podían destituir al capitán por «ineficaz». Había carpinteros y cirujanos que cobra- ban más en el reparto del botín que era, acabáramos, el objetivo de la cosa: el botín. El código pirata establecía normas de cómo había que repartirse el botín.

Los modernos piratas que vemos hoy, estupefactos, se reparten el botín, pero sin código ni pata de palo. Entran a saco. Como Carlos V en Roma. Por si acaso mañana nos echa el populacho, como piensa Urdangarin y su suegro. Ni siquiera juran, como hacían los piratas, ante un vaso de ron y una Biblia. Bueno, ante un vaso de ron sí, que luego me llaman conspiranoico.

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