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Hannah Arendt, el deber de dudar

A medio siglo de la publicación de «Eichmann en Jerusalén», la figura de su autora, Hannah Arendt, sigue de actualidad. Su análisis de uno de los períodos más oscuros de la historia de la humanidad y de la personalidad de uno de sus protagonistas, el teniente coronel de las SS Adolf Eichmann, revolucionó el pensamiento político y sus consecuencias llegan hasta el presente.

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Juanma COSTOYA

Las ironías del destino han juntado en un tándem los nombres de Hannah Arendt y Adolf Eichmann. No se menciona el nombre de uno sin hablar de la otra y viceversa. Víctima y verdugo unidos en una misma frase y separados por mundos antagónicos. Ella, una alemana de ascendencia judía, crítica, librepensadora, contradictoria, una mujer de acción y reflexión. Eichmann, un hombre gris, predecible, lector de Kant, devoto de las formas y reverenciador del escalafón, al que los tiempos colocaron en el vértice de la logística del exterminio nazi. Como teniente coronel de las SS cumplió su cometido con puntillosa perfección. Desde 1943 los alemanes retrocedían en todos los frentes pero, gracias al tesón y la profesionalidad de Eichmann, los vagones de ganado en que se hacinaban los refugiados de media Europa seguían descargando, puntuales, su pasaje de espectros a las puertas de las docenas de infiernos repartidos por la geografía del Viejo Continente.

Secuestro

Concluida la guerra, en una historia muchas veces repetida con otros nombres, la jerarquía católica le consiguió un pasaporte y las vastas tierras de América del Sur le proporcionaron un lugar donde ocultarse. Pasado el tiempo, la novia de uno de sus hijos levantó la liebre que puso al Mossad sobre su pista. La historia es conocida. Un comando israelí le secuestró en un suburbio de Buenos Aires y le condujo a Jerusalén para ser juzgado. El jurado le encontró culpable de hasta quince crímenes contra la humanidad y le condenó a la horca. La sentencia se cumplió la noche del 31 de mayo de 1962. Eichmann rechazó la capucha que trató de colocarle el verdugo y se despidió del mundo con una frase breve: «Larga vida a Austria, larga vida a Alemania, larga vida a Argentina, nunca los olvidaré. Tuve que obedecer las reglas de la guerra y a mi bandera. Estoy listo». Sus cenizas fueron aventadas en mar abierto.

Apátrida

Cuando Eichmann fue secuestrado por el Mossad, Hannah Arendt trabajaba como profesora de filosofía política en Nueva York. Era ya una autora consagrada que en 1951 había publicado una de sus obra capitales «Los orígenes del totalitarismo». El anuncio del juicio debió de remover sus demonios interiores, en cierta forma era una oportunidad de saldar cuentas con su pasado, un tiempo en el que se vio obligada a huir de Alemania y convertirse en una refugiada más, sin papeles, ni recursos. Aquella Francia de acogida a la que huyó se convertiría en una ratonera. La mayoría de refugiados fueron capturados por la gendarmería francesa y reenviados a la muerte en Alemania. Otros, como Joseph Roth, simplemente se dejaron morir o como el íntimo amigo de la Arendt, Walter Benjamín, quien se suicidó en Port Bou al constatar que la policía franquista le negaba el visado de tránsito hacia Lisboa. La clarividencia de lo que acontecía, su arrojo y juventud jugaron a favor de Arendt, quien se fugó del campo francés de internamiento en Gurs e ignorando las órdenes de la policía francesa (posteriormente afirmaría que había aprendido a desconfiar de las autoridades francesas leyendo a Simenon) alcanzó el puerto salvador de Lisboa rumbo a Estados Unidos.

Atrás dejaba una Europa en llamas, un proyecto de genocidio que se perfilaba desde los despachos de Berlín y a un antiguo amante, Martín Heidegger. El autor de «Ser y tiempo», quien se convertiría en rector de la universidad de Friburgo y militante del NSDAP, el partido nazi, ocupó durante un par de años el corazón de su joven alumna quien, a pesar de sus desencuentros amorosos y políticos, le tuvo en alta estima hasta el fin de sus días.

Juicio

Desde abril hasta junio de 1961, Hannah Arendt cubrió el juicio a Eichmann para The New Yorker. Había pactado la entrega de cinco artículos y, al margen de la inmensa expectación suscitada, no parecía haber demasiado margen para las sorpresas ni para las interpretaciones. Estaba claro quién era el verdugo y quienes las víctimas, la pena capital parecía cantada a pesar de que Martin Buber, uno de los fundadores del Israel moderno, pidió que Eichmann fuese internado en un kibbutz y que consumiese su existencia arando la tierra. Sin embargo, la Arendt ya había demostrado que era muy capaz de pensar por sí misma. Sus críticas al sionismo y al desalojo por la fuerza de las comunidades árabes de Palestina no habían pasado desapercibidas. Tampoco que en 1948 y coincidiendo con la llegada a Nueva York de Menájem Beguin, líder del «Irgún», un grupo paramilitar hebreo involucrado en actos terroristas contra los árabes, la Arendt firmara, junto con Albert Einstein entre otros, una dura carta de condena a la visita.

Conmoción

Durante el juicio, Eichmann en su jaula de vidrio y asistido por el prestigioso letrado suizo Robert Servatius, (cuyos honorarios pagaría el estado de Israel) estaba muy lejos de parecer un monstruo. Con sus tics y su pañuelo entre las manos no parecía más que el funcionario que ponía en marcha un complejo mecanismo que desembocaba en un terror real pero que solo era administrativo cuando salía de sus manos. Su fanatismo era con las órdenes recibidas, con los reglamentos, con los informes y las estadísticas. Por lo demás era un hombre apreciado por sus compañeros, un amable padre de familia, un ciudadano ejemplar. Incluso uno de los miembros del comando secuestrador entabló una cierta relación con el secuestrado habida cuenta de los días que consumieron juntos en el piso franco donde permaneció detenido antes de su salida de Buenos Aires. Eichmann no daba miedo. No parecía haber odio en sus acciones. Hannah Arendt acuñó entonces un término, «la banalidad del mal», que definía la carrera de Eichmann al frente de la logística del holocausto. Las reacciones de incomprensión y sorpresa se tornaron furibundas cuando en sus artículos para The New Yorker trató uno de los temas más espinosos para los supervivientes del Holocausto y para el propio estado de Israel: la necesaria colaboración de los Consejos Judíos en la logística de las deportaciones y el exterminio. En su libro «Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal» puede leerse: « En Ámsterdam, en Varsovia, al igual que en Berlín y Budapest, los representantes del pueblo judío formaban listas de individuos de su pueblo, con expresión de los bienes que poseían; obtenían dinero de los deportados a fin de pagar los gastos de su deportación y exterminio; llevaban registro de las viviendas que quedaban libres; proporcionaban fuerzas de policía judía para que colaboraran en la detención de otros judíos e incluso en un último gesto de colaboración entregaban las cuentas de los activos de los judíos para facilitar a los nazis su confiscación. Distribuían enseñas con la estrella amarilla y, en ocasiones, como sucedió en Varsovia la venta de brazaletes con la estrella se transformó en un negocio de seguros beneficios....».

Estas revelaciones cayeron como una bomba sobre un parvulario. Nadie había osado hablar de la responsabilidad de las víctimas en su exterminio. Le Nouvel Observateur publicó una carta colectiva titulada ¿Es nazi Hannah Arendt? Fue acusada de antisionista y recibió múltiples presiones para que dejara de publicar sus investigaciones. Con sus cabellos revueltos, sus ropas holgadas y su eterno cigarrillo entre sus dedos, la Arendt no dio su brazo a torcer. Habló de la obligación de pensar y de dudar en víctimas y verdugos y de la absoluta necesidad de razonar sin apoyos preestablecidos, «sin nada a lo que agarrarse». Ahondó en sus razonamientos y defendió, junto a su admirado Kart Jaspers, que los crímenes cuya responsabilidad se atribuía a Eichmann no eran en exclusiva contra el pueblo judío sino contra toda la humanidad y que la jurisdicción correspondiente hubiera sido la de un tribunal penal internacional.

Consecuencias

El proceso contra Eichmann en Jerusalén tuvo más consecuencias que el mero ajusticiamiento del antiguo teniente coronel de las SS. Conceptos considerados ya básicos en la justicia internacional hunden aquí sus raíces. Que la «obediencia debida» no es un eximente a la hora de juzgar crímenes contra la humanidad es uno de los más significativos. Decenios más tarde, en 1985, y con esta base se pudo sentar en el banquillo a los responsables de la dictadura militar argentina por ejemplo.

Después del juicio que marcaría para siempre su vida y su obra Hannah Arendt continuó batallando con las solas armas del razonamiento y el tesón y en contra de los gigantes transmutados en molinos de viento por la burocracia y las inercias gubernamentales. De esta forma exigió una ampliación de la constitución de los Estados Unidos a fin de evitar la derogación del concepto de apátrida; pleiteó con el gobierno de la República Federal Alemana para conseguir un resarcimiento económico por haber sido apartada de la universidad en su juventud; condenó la guerra de Vietnam y la discriminación racial en Estados Unidos; mantuvo la fe en una Europa alejada de los nacionalismos y en una idea federal del Viejo Continente en la que coincidía con su querido Albert Camus. El 4 de diciembre de 1975 un infarto acabó con su vida, en su despacho de la universidad, enfrente de una máquina de escribir, rodeada de amigos.

La película llega ahora a nuestros cines

El biopic sobre Hannah Arendt firmado por la directora alemana Margarethe von Trotta culmina una trilogía a la que se añaden Rosa Luxemburgo (1986) y Rosenstrasse (2003).  De la revolución espartaquista y la resistencia a las deportaciones en el Berlín nazi, hasta el juicio de Eichmann en Jerusalén, von Trotta aborda en su cine los episodios más oscuros de la convulsa historia alemana en el siglo XX. En la película, estrenada en 2012 y que en estos días ha llegado a nuestros cines, se muestran en blanco y negro fragmentos históricos del juicio a Eichmann en Jerusalén. También se rememoran los amoríos entre el pensador Martin Heidegger y Hannah Arendt, por entonces una joven alumna de 17 años. La relación se extendió por dos años y parece que finalizó cuando Heidegger, casado y con dos hijos, se negó a abandonar a su familia. Con los años Heidegger se convertiría en rector de la universidad de Friburgo y militaría en el partido nazi. Pese al distanciamiento la Arendt nunca rechazó con firmeza ni la persona, ni mucho menos la obra del que fuera, entre otras consideraciones, su mentor intelectual. Después de la guerra le ayudó incluso a encontrar editorial en Estados Unidos y se encargó de la revisión de las traducciones.J.C.

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