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Fermin Munarriz | Periodista

El fin de la historia

Somos víctimas del fin de la historia; no del que vaticinó el liberal Fukuyama. Somos víctimas del espejismo de la culminación de nuestras vidas. El tema es más sencillo de lo que parece. O así, al menos, lo explican los científicos de tres universidades europeas y estadounidenses en las conclusiones de su investigación sobre la evolución de nuestra personalidad y preferencias.

Analizaron las tendencias e inclinaciones de casi veinte mil personas de entre 18 y 68 años, las transformaciones que habían experimentado en la última década y las que preveían en la próxima. Todos coincidían en que sus vidas habían cambiado mucho en el pasado pero cambiarían muy poco en el futuro. ¿Quién no se ha ruborizado alguna vez por los gustos confesos o las querencias del pretérito? Todos admitimos haber cambiado, siempre para mejor, y de ello podría deducirse que seguirá siendo así. Pues no. Tanto jóvenes como maduros, hombres o mujeres, comparten la creencia de que el ritmo de cambio personal ha ido deteniéndose hasta convertirse, definitivamente, en la persona que serán para el resto de sus vidas.

Este es el fenómeno que los investigadores han bautizado como «la ilusión del fin de la historia». Dicho de otra manera, «la historia siempre se está acabando hoy mismo». Esta certeza persistente de que las convicciones actuales son las definitivas y de que el presente es para siempre tiene, lógicamente, sus consecuencias prácticas. Acopiamos para el futuro cosas y experiencias que nos complacen en el presente pero que, tal vez, no lo harán tanto en el mañana. Y no se trata solo del matrimonio, la bicicleta o el tatuaje... Continuamente tomamos decisiones que determinan nuestras vidas venideras con el convencimiento de que nunca cambiarán. Vivimos la quimera del fin de la historia. De eso también se dieron cuenta los abogados de divorcios, los fabricantes de pedales o los borradores de tinta...

Para los estudiosos de este asunto, la clave radica en la confusión sobre nuestra identidad y la estima por la misma hasta el punto de considerar que no merece la pena cambiarla. Subestimamos el poder determinante del paso del tiempo en la evolución de nuestra personalidad y con él la adaptación de gustos, modas, nuevas ideas y valores. Al parecer, solo tenemos una cosa clara para el futuro: el presente es para siempre.

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