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Antonio ÁLVAREZ-SOLÍS | PERIODISA

La disculpa le condena

«La confianza es muy quebradiza» y manosearla torpemente como ha hecho Rajoy con sus medias verdades y sus sospechosos silencios, sostiene el autor, es como rozar el vuelo de la mariposa, lo que acaba con su pueblo. Cree infantil el argumento de Rajoy de reconocer la equivocación y seguir por el mismo camino cuando la confianza ha saltado por los aires. Ve necesario una «purificación pública y creíble» pero ni el PP ni el PSOE apuestan por ella. Destruída la «confianza en la Confianza», considera imposible volverse atrás del círculo.

Si la memoria no me traiciona creo que fue el conde de Romanones quien dijo, en la antesala de la II República, que había perdido la confianza en la Confianza. La Confianza, con mayúscula, era la Corona. Romanones abandonaba a Alfonso XIII, que había cometido el error de la Dictadura de Primo de Rivera. Con ese error la Corona de Alfonso XIII decretaba su final en la historia política española. Cierto es que el monarca ensayó con otros gobernantes -el general Berenguer y el almirante Aznar- recuperar la calle y limpiarla de los restos dictatoriales. Era una confesión de haberse equivocado. Pero fue inútil. Los españoles habían perdido la confianza en la Confianza.

El gobernante sólo posee un título indiscutible para gobernar y es precisamente la confianza que en él han depositado los gobernados. Mas la confianza es muy quebradiza. Manosearla torpemente, como ha hecho el «premier» con sus medias verdades y sus sospechosos silencios, es como rozar el ala de la mariposa, lo que acaba con su vuelo. El Sr. Rajoy debiera saberlo y no proclamar abiertamente que se «había equivocado al mantener la confianza en alguien que no la merecía». Resulta infantil el argumento. Y el tropiezo ya no resulta corregible porque la confianza ha dejado de existir. No es posible apartar de tan simple manera la equivocación del camino que ha de andarse ¿Tan sencillamente claro? Tan sencillamente.

Hace ya unos siglos Maquiavelo advirtió al Príncipe que «quien deja a un lado lo que hace por lo que debiera hacer aprende antes su ruina que su preservación». No es factible distanciar la hora del meridiano que se ha elegido. Al Sr. Rajoy ya no le es posible, con una simple y elemental disculpa, apartar de si lo que ha hecho y pretender el olvido público en gracia a lo que pretende hacer. Algo así ha querido insinuar el jefe del actual gobierno español cuando ha antepuesto a cualquiera otra consideración que el «mal que ya se ha causado al país» venteando el asunto Bárcenas es muy profundo y hay que ponerle final ¿Y qué final? Pues el olvido de la equivocación del inquilino de la Moncloa. Pero cuando se gobierna no vale el método de prueba y error, porque en política no se trabaja con hipótesis intercambiables. Eso es cosa más bien propia de la investigación farmacéutica.

La situación de desconfianza en que se ha sumergido al pueblo español es irremontable para el jefe del gobierno. El Sr. Rajoy debiera saber además, como registrador, que sobre la fe pública no puede proyectarse ni la más ligera sombra. Campea en el escudo de sus próximos, los notarios, el «nihil prius fide», «nada antes que la fe».

Hay algo además que conviene remarcar: el asunto Bárcenas no es algo menudo que se pueda superar con un simple archivo administrativo. Lesiona la médula pública. Sea o no sea totalmente cierto que no hubo manejo punible del dinero que se debate en el Partido Popular lo cierto es que la cuestión ha tomado la forma de un huracán. Y ese huracán no habría llegado al punto actual si el Sr. Rajoy se hubiera apresurado a abrir precozmente la ventana para que la brisa transparente le liberase de un rechazo colosal. No hay que ser retóricos: no hace falta una ley de transparencia, lo que se necesita sencillamente es la transparencia. El pueblo digiere mal tantas leyes. Pudo haber sido el Sr. Rajoy un corregidor admirado de la descomunal corrupción que destroza a España en vez de convertirse en un ser en huída de todas las sospechas. Ahora es un gobernante agónico, cercado por la reticencia ciudadana.

España precisa urgentemente una purificación pública y creíble. La necesita desde hace muchos años; quizá siglos. Siempre ha sido lo español un punto de encuentro de múltiples sospechas, tantas veces, además, de vuelo bajo, sin la compensación de aportes morales ejemplares. La perpetua gobernación del conservadurismo español, intelectualmente torpe y moralmente estomagante, opera hoy como una circunstancia que agrava el nefasto comportamiento político actual del Partido Popular. No hace falta que los socialistas traten de acentuar el deleznable perfil de los «populares» ¿Quién cree, además, en los socialistas tras su largo abandono del papel político y moral que les correspondía ante las masas que pusieron en ellos su esperanza? No; no hace falta el estrepitoso ataque socialista para que el Partido Popular haya dejado jirones de sus desmanes por todas las esquinas. El pueblo español no se merece ninguno de los dos partidos ¿O sí se lo merece?

Esta es la cuestión. Si los españoles, genéricamente considerados, dispusieran de un aparato intelectual adecuado, lo que malogró quizá la historia que han padecido, hoy no existiría un ser tan obsceno como el Sr. Bárcenas ni un gobernante tan oscuro como el Sr. Rajoy. La secular y ansiosa búsqueda de caudillos como protagonistas del gobierno de la nación ha hecho que los españoles se balanceen entre la brutalidad de las dictaduras y la confusión de un libertarismo de vuelo bajo. España no es víctima de una leyenda negra sino coautora de esa leyenda.

Al Sr. Rajoy ya no le es posible volverse atrás del círculo demoniaco en que se ha introducido. A partir de ahora y si prosigue en su cargo de primer ministro la política española ofrecerá el aspecto de un barco varado. Los que pretendieron, en un rasgo de dignidad pública, asaltar el Parlamento ya no precisan volver a la carga. El anciano edificio custodiado por leones viejos -¡que vieja está España!- es una ruina que no merece ningún tipo de reconquista. Es una ruina en que unos diputados ausentes de si mismos toman una copa al caer la tarde. A su alrededor un país en quiebra busca ansiosamente en quien poner su destino. En otro tiempo aún poblado por trabajadores que no admitían su situación de servidumbre este momento tan triste serviría de palanqueta para dejar franca la puerta a la República. ¿Pero donde están en número suficiente esos republicanos?

La dimisión del Sr. Rajoy supondría la salida, al menos temporal, a esta situación de agusanamiento, pero el Sr. Rajoy exhibe, con voluntad terca de heredero del empobrecido latifundio, el papel que le firmaron los electores constituídos en mayoría absoluta. Es el momento en que la histórica canción «¡No, nos moverán!», que entonaban los estudiantes demócratas que luchaban por la libertad en tiempos del Genocida, podría ser entonada por unos autoadhesivos diputados «populares» ante la maltratada soberanía nacional. No; no los moverá esa soberanía porque nadie quiere contemplar sus manos manchadas. Y bien ¿ante una situación tan escandalosa, ya que la legitimidad conseguida en las urnas se ha tornado una legalidad caducada, no sería oportuno que el rey, en su calidad de jefe del Estado, procediera a ejercer su poder moderador impidiendo al Sr. Rajoy la perpetuación en su cargo? El rey puede hacerlo. Le bastaría con algo tan elemental como retener su firma ante las disposiciones legales que ponga sobre su mesa el presidente del gobierno.

Pero ¿acaso el monarca no ha autodestruído la confianza en la Confianza? Ya veremos a dónde podrá llegar el juez que entiende en el caso por mucha que haya sido su voluntad inicial. El Ministerio de Justicia se ha convertido en una trituradora de la ley y de sus administradores inconvenientes. El juez Ruz podría ser triturado. O ascendido. Los viejos  y pícaros latines tienen siempre la frase oportuna para dar lustre a la situación: «Promoveatur ut amoveatur». Los escándalos son ya el régimen para adelgazar la democracia. Que de eso se trata.

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