Koldo CAMPOS Escritor
¡Allendeeeeeee!
Porque no hay mejor antídoto contra la muerte que la memoria ni memoria más honda que la que se comparte, una feliz noche, la memoria de Chile, después de muchos años de rondar los sueños de la infamia, vistió sus más bellas virtudes, calzó sus más largas razones y, amparada a la luz de las sombras, eludió las verjas del santuario en el que el augusto penaba su vida. Una solidaria ventana que había quedado abierta propició la entrada.
Ajenos a su presencia, seis guardaespaldas roncaban confiados entre los jardines y el salón. La memoria sabía cual era su habitación porque era la única que seguía iluminada. Desde hacía muchos años, un once de septiembre, el augusto nunca apagaba la luz al acostarse. Temía esos fantasmas del pasado que nunca había logrado sepultar. Le había sido fácil enterrar los huesos de sus crímenes, hasta de dos en dos aclaró alguna vez haberlos enterrado... pero no hay tierra que cubra la memoria.
La puerta de su habitación también quiso sumarse al agasajo y, antes de que la memoria la empujara, dio su permiso.
El hedor dentro de la habitación era insoportable, la inevitable consecuencia de su vida y el presagio de un próximo final. Un uniforme militar de gala en el que su pechera exhibía sus muchas canalladas colgaba de una silla muy cerca de la cama en que dormía.
La memoria se aproximó a la cabecera, acercó su boca al oído del augusto y, entonces, deslizó tímpano abajo en un largo susurro la mágica palabra... ¡Allendeeeeeeeeeeee!
Por la mañana, el periódico El Mercurio lloraba la noticia: «Muere Pinochet de un ataque al corazón».