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Manuel Ledesma, Libertad Francés, Urtzi Arrieta (*) En representación de la asociación Salhaketa Nafarroa

Vuelva usted mañana

Intentar imaginar que de golpe no pudiéramos estar en la misma habitación que nuestros seres queridos más que un rato cada tres meses

Los presos y presas de la nueva cárcel de Iruñea se están encontrando últimamente con una nueva restricción de lo que hasta ahora venían siendo sus derechos. Desde hace unos meses las comunicaciones familiares, aquellas que permiten al condenado pasar un tiempo con sus familias, padres, hermanos, hijos, sin que por medio esté un cristal blindado y el frío contacto de un teléfono, se les han limitado. Ahora solo se concede una cada tres meses.

Sabemos que el lector al que nos dirigimos, en muchos casos, va a pensar que esto no es un problema y que quien está en prisión no tiene derechos. Vamos a intentar hacer un esfuerzo para explicar la causa de nuestra indignación y tratar de encontrar un resquicio de empatía en quien nos lee.

Es bueno empezar, creemos, por recordar que limitar el acceso directo de los familiares a las personas presas supone, indudablemente, un castigo para el propio familiar, que no ha sido condenado ni ha cometido ningún delito y que, sin embargo, se ve igualmente obligado a una separación, un desapego y un dolor permitido por todos nosotros, que con nuestra indiferencia miramos para otro lado. Son estos, los familiares, los grandes olvidados de nuestro sistema penitenciario. Pensemos en lo que nos pasaría si, mañana mismo, nos dijeran que a nuestro padre, madre, un hermano o un hijo, solo podríamos verlos un rato y cada tres meses. Tal vez esto nos parecería injusto, no solo para nuestro familiar, sino también para nosotros mismos.

Sabemos que la ley no limita las visitas familiares en modo alguno, no hay más que acudir a la norma para observar que nada dice del número de visitas ni de su periodicidad, por lo tanto no es en la ley en la que se basa la limitación. En realidad con lo que nos encontramos es con una «instrucción» que, para el que no lo sepa, son órdenes dictadas por la administración penitenciaria para regular el funcionamiento interno de las diferentes prisiones pero que en modo alguno tienen el carácter de una ley, ni pueden ir en su contra. Pues bien, resulta que existe una que señala que los presos y presas tendrán «como mínimo» derecho a una sola visita familiar al trimestre. Curiosamente, ese mínimo, que por lógica debe ser entendido como «de no ser posible más» o «nunca menos de» se ha traducido, en la práctica y en nuestra prisión (porque es la nuestra) en lo general, en lo normal. Se dice que la falta de medios y de funcionarios lo justifica, aunque no era así en la cárcel vieja. No se ha intentado otra cosa, ni parece que vayan a nombrarse más funcionarios, no sabemos si se trata de una deficiente aplicación de los medios existentes o una negligencia administrativa a la hora de planificar cómo, y con qué medios, dar un servicio, lo que sí está claro es que supone un ahorro material y de esfuerzo para el obligado a darlo. La jurisprudencia, en numerosas ocasiones, ha señalado que ese mínimo no debe entenderse como un máximo, aunque si no cambia la situación actual, es lo que va a ocurrir.

La prisión debe de ser un instrumento de reinserción. Eso convierte, entendemos, todas las herramientas destinadas a ello en un derecho para el condenado. Las visitas familiares, como los permisos o la clasificación en tercer grado, deben ser entendidas como tal, pues su empleo es básico a la hora de impedir que la persona pierda sus lazos con el exterior y pueda incorporarse a su entorno, incluido el familiar, cuando finalice su condena. Condena que lo es a la privación de libertad, no a la perdida de lazos familiares.

En otro ejercicio de empatía, sería bueno intentar imaginarnos que de golpe no pudiéramos estar en la misma habitación que nuestros seres queridos más que un rato cada tres meses; tal vez, y solo tal vez, concluiríamos que nos veríamos afectados de algún modo, que como personas no favorecería nuestro desarrollo ni nuestra salud mental. Tal vez, entonces, nos quejaríamos de quien nos obligara a ello, nos parecería injusto.

Es posible que estas letras no lleguen nunca al interior de la cárcel, que desaparezcan de los periódicos a los que las personas presas tienen acceso. No tiene importancia que ellas lean esto o no, ellas ya saben lo que les pasa, son ellas a quienes se deniega las solicitudes de visita. Nos dirigimos a todos los demás, a quienes vivimos fuera de los muros y no nos importa mucho lo que pase dentro, y evitarlo sería arrancar demasiadas hojas.

(*) Firman asimismo este artículo Blanca García de Eulate, Maite San Pedro, Jon Igartua, Amelia González e Iranzu Baltasar.

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