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Joxerra Bustillo Kastrexana Periodista

Peces libres

Septiembre se enseñorea del calendario tras un plácido ferragosto tan solo acariciado por las suaves brisas procedentes del despacho del tenente del Gobierno español en las Vascongadas. Se dice que tras la tempestad llega la calma, y ahora habrá que decir que tras la calma viene la tempestad. Una panoplia de juicios políticos heredados de épocas que habría que haber superado hace tiempo, pero que el Estado no desea en modo alguno arrinconar, sino más bien enconar.

En todo proceso político que se precie es conveniente estudiar el pasado, el remoto y el reciente, para no sucumbir ante el catálogo de trampas que nos coloca el enemigo a la vuelta de cada esquina, en cualquier cruce de caminos, cuando uno menos se lo espera. Pero estudiar el pasado es muy distinto a vivir en él, a recordar todos los días episodios heroicos, a revivir una y otra vez todos aquellos «a punto estuvimos» que nunca se han llegado a concretar.

Conviene más al caminante fijarse en lo que queda de recorrido. Entretenerse en si habría sido mejor doblar a la izquierda en aquel trance, o haber juntado fuerzas para vadear aquella corriente de agua, puede aliviar de penas al espíritu pero no resulta de mucha ayuda a la hora de superar la siguiente dificultad. Si existe un acuerdo general entre los científicos al considerar que los humanos somos seres inteligentes, tal vez haya llegado la hora de demostrarlo.

Durante demasiados años nos hemos sentidos satisfechos en la creencia de que llevábamos la razón de nuestra parte. Suele ser esa una condición imprescindible para no sentirse mal con uno mismo. Sin embargo, a la hora de construir un nuevo escenario, llevar la razón no es un elemento decisivo. Podemos armarnos de razones, sean estas históricas, políticas, de derecho internacional, de democracia, que si el enemigo no cede en sus intenciones de mantener su dominio, estamos aviados.

Podíamos enumerar un auténtico rosario de ataques, de sojuzgamientos, de aniquilaciones sufridas a manos del opresor, que nada de ello servirá para doblegar la razón de Estado que nos mantiene presos en sus redes. Levantar un discurso en el cual figure como malísimo de la película Madrid (o París), mientras nosotros nos habríamos dedicado durante estos siglos a cultivar la tierra y surcar los mares en busca de pesca, puede resultar muy útil a la hora de escribir un guión cinematográfico o una novela, pero resulta insignificante a la hora de cambiar la correlación de fuerzas.

Por supuesto que podríamos funcionar como si Madrid no existiera, emulando décadas después el famoso «como si ETA no existiera» de un felizmente olvidado partido, pero de poco servirá el ardid a la hora de intentar resquebrajar el estatus actual, claramente desfavorable para quienes defendemos el derecho a decidir de la ciudadanía vasca. Madrid y París están ahí, enfrente, y hay que tener en cuenta su existencia a la hora de habilitar cualquier estrategia.

Si nos atenemos a la mera contabilidad electoral, se podría llegar a la equivocada conclusión de que existe una mayoría social favorable a la autodeterminación, también conocida como derecho a decidir. El problema es que a ese corpus social jamás se le ha preguntado de forma directa sobre la cuestión. A fuer de sincero, tengo la impresión personal de que en este momento no se reúne esa mayoría. Una cosa es guardar un pensamiento favorable a la idea del derecho a decidir y otra mantener la decisión a la hora de depositar una respuesta afirmativa en la urna, con las derivadas que una decisión mayoritaria en ese sentido puede acarrear para Euskal Herria.

Para que esto sea así ¿qué ocurre? En pura teoría, nadie que se considere demócrata puede posicionarse en contra del derecho a decidir en sentido estricto. Derecho a decidir y democracia son una misma cosa. Lo que pasa es que en nuestro país hay gentes que, siendo demócratas en general, no parecen serlo cuando se plantea esta cuestión. Temen que sí dan un sí al derecho a decidir se abrirá la esclusa que hasta ahora ha represado las aguas independentistas. Y como no quieren que esa situación se produzca, prefieren pecar de no demócratas y mantener asegurada la dependencia de Euskal Herria con el Reino de España.

Otro factor a tener en cuenta es el fantasma del miedo escénico, un miedo irracional a no saber muy bien cómo evolucionará nuestra vida cotidiana si se da una victoria soberanista, puede resultar paralizante para un sector de la población. Un miedo que puede llevar a adoptar posturas conservadoras a miles de votantes, en este caso a un espectro electoral indefinido que suele ser determinante en este tipo de encrucijadas. Es evidente que podemos detectar una notable base autodeterminista, favorable al derecho a decidir, que conforma la solera del edificio y sus columnas principales, pero falta por comprobar si el techado y los tabiques de la nueva casa a levantar están bien asegurados.

Con los ya convencidos, poco trabajo hay que realizar. El asunto central es atraer a la causa del derecho a decidir a quienes, hoy por hoy, no lo ven tan claro. A quienes desconfían de que una Euskal Herria soberana les reporte el suficiente número de ventajas como para montarse en ese tren, aunque sea en su último vagón. Siempre es mejor contar con convencidos al 100%, pero si los que lo están al 75% dan su sí, miel sobre hojuelas.

Sin embargo, no nos podemos engañar. Es cierto que para un partidario de ejercer el derecho a decidir el principal acicate es poder concretar la libertad de decisión como pueblo, pero existen amplias franjas de población que sopesan cuál de las diversas situaciones jurídico-políticas posibles es la que les puede deparar un nivel de vida más confortable. Si esas capas perciben que la soberanía traerá mejoras sustanciales, la apoyarán; pero si sospechan que les acarreará sacrificios y recortes, desistirán, por muy amantes de la ikurriña que aparenten ser.

No estoy hablando de pragmatismo, sino de situar bien los objetivos prioritarios a corto y medio plazo, mediante una estrategia de convencimiento que consiga ensanchar las bases sociales de los partidarios de ejercer de manera práctica el derecho a decidir. En ese sentido puede resultar crucial la vertebración de una política transversal que reúna a defensores de ese derecho en formaciones políticas y sindicales que, en principio, no lo suscriben. Es evidente que nos encontramos en este aspecto un tanto lejos de lo logrado hasta ahora en el Principat de Catalunya, por lo que deberíamos aplicarnos con más ahínco en esa tarea, difícil de concretar, sí, pero en ningún caso imposible.

Dicen que la única batalla perdida es la que se abandona, la que no se pelea. Tenemos buenas condiciones objetivas para dar esa batalla, incluida la de la propia crisis económica, que lejos de resultar una adormidera de conciencias, puede servir para que quienes aún dudan de la viabilidad de la soberanía vasca, se convenzan de que la misma reportaría muchas ventajas en ese apartado.

Parafraseando a Herman Melville, habrá que decir que los vascos éramos peces libres antes de que Castilla y Francia nos despojaran de nuestra soberanía. Peces libres que podían nadar sin obstáculo en el Golfo de Bizkaia y en el resto de los mares del planeta. A partir de la conquista, de las sucesivas conquistas y descalabros habría que decir, nos hemos convertido en peces sujetos, peces capturados a babor y estribor por las armadas española y francesa.

Si deseamos de verdad regresar a la condición inicial de peces libres, si queremos librarnos de los arpones enemigos, de las redes que nos impiden respirar por nosotros mismos, debemos emprender cuanto antes el trabajo de acumulación de fuerzas. Un trabajo imprescindible para conformar una mayoría social soberanista que nos franquee el camino hacia las aguas libres internacionales en las que poseamos voz y voto junto a los demás pueblos soberanos de la tierra.

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