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Iratxe Fresneda Periodista y profesora de Comunicación Audiovisual

Hannah Arendt, nada banal

Fue lúcido y arriesgado el planteamiento que realizó Hannah Arendt en su libro «Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal» (1963). Existe la renuncia a pensar, a ser libre. Y por supuesto, hay personas que militan en esa renuncia, se abrazan a ella para colaborar y participar en los crímenes e injusticias más aberrantes. Ví la película de Margarethe Von Trotta, y sentí lástima por la oportunidad perdida, por la película fallida, pero me fascinó el personaje de Arendt, su fuerza como pensadora y personaje histórico. Su capacidad de ser libre para pensar, aunque pudiera estar equivocada, por encima de aquéllos que no permiten discusión alguna, que generan tabús. «La lógica siniestra de la obediencia debida», esa que arrastra a los que renuncian a su ser. Los crímenes, los genocidios, algo que no debiera ser banalizado y que lo es día a día, cada vez que vemos cadáveres por la televisión, sin nombres, sin historias. «Muertos por la obediencia debida». La banalización del mal es lo que a veces permite que eso suceda, la sumisión, claudicar y no pensar. Pero el sadismo, el sadismo más enfermo y liberado que fluye como algo patológico y aplastante, también está presente en el acto de asesinar a sangre fría por dinero-poder-placer. Y se suma a eso que Arendt llamó «la banalidad del mal» y es algo así como esa escenificación grotesca y surrealista que vemos en el impresionante documental «The act of Killing», de Joshua Oppenheimer, dónde el asesinato se convierte en recreación lúdico-reflexiva y sus «personajes» son capaces de mostrar, con «candidez», la «mecánica» de matar. Arendt hizo algo que muy pocos «hombres» fueron (son) capaces de hacer desde sus espacios de poder político-social y académicos: pensar y no dejarse llevar por la banalidad del pensamiento imperante.

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