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Juan Abarca González Expreso político chileno

«Allende is dead»

La «vía chilena al socialismo» encabezada por Allende conquistó lógicamente la simpatía de las fuerzas progresistas del planeta

El otro 11 de septiembre, el nuestro, el de los pueblos que con porfiada dignidad luchan por patria libre y para todos y todas, ese 11 de septiembre, tiene nombre y apellidos, año y lugar: Salvador Allende Gossens, 1973, Chile.

En lengua indígena, Chile significa «donde acaba la tierra». Allí está mi país, al sur del sur del mundo. Neruda lo describió como un «largo pétalo de mar y vino y nieve».

En 1972, el presidente Allende, ante las Naciones Unidas, lo presentaba como una nación «donde el sufragio universal y secreto es el vehículo de definición de un régimen multipartidista, con un Parlamento de actividad ininterrumpida desde su creación hace 160 años». Pero también señalaba: «Chile es un país cuya economía retrasada ha estado sometida e incluso enajenada a empresas capitalistas extranjeras... donde millones de personas han sido forzadas a vivir en condiciones de explotación y miseria, de paro abierto o disfrazado».

En los 50 años previos, empresas norteamericanas habían invertido mil millones de dólares en la industria minera del cobre -la mayor del mundo y principal riqueza nacional-; a cambio, habían enviado a sus sedes centrales en Wall Street más de 7 mil 200 millones. Casi sin recursos económicos propios, el Estado chileno era llevado a endeudarse con el FMI y el Banco Mundial, también en manos de financistas estadounidenses. El pago solo de interés de esos créditos equivalía al 30% del valor de sus exportaciones anuales.

En resumen, el país austral era saqueado y endeudado para mayor enriquecimiento de la primera potencia económica mundial.

En 1970, Salvador Allende, electo presidente de la República, aumentó un 40% los salarios, fijó precios a los alimentos de primera necesidad, ordenó el reparto de medio litro de leche diario a estudiantes. Con la reforma agraria entregó la tierra a quienes por generaciones la trabajaban en condiciones de extrema pobreza y esclavitud, mientras sus propietarios constituían la cúspide entre las familias más ricas de Chile.

Continuando con su programa de gobierno nacionalizó los yacimientos de hierro, salitre, carbón y el cobre. Convirtió en servicios públicos los bancos, la electricidad, la telefonía, mayoritariamente también propiedad de capitalistas norteamericanos.

La «vía chilena al socialismo», el camino pacífico hacia las reformas de justicia social encabezada por Allende conquistó lógicamente la simpatía de las fuerzas progresistas del planeta, y la furia de la Casa Blanca. Richard Nixon, presidente, y Henry Kissinger, secretario de estado, ordenaron a la CIA el derrocamiento del Gobierno democráticamente electo: «No podemos consentir... nosotros fijamos los límites», «nuestros mejores hombres a jornada completa», «diez millones de dólares para empezar».

Resulta trágico y revelador que la notificación por radio a Augusto Pinochet de la muerte del presidente en la Moneda, tras ocho horas de bombardeo, fuera: «Allende is dead». Así. Tal cual. En inglés. En la voz del amo.

Sin embargo, a 40 años del golpe de estado, podemos afirmar con certeza que Salvador Allende murió para seguir viviendo en el corazón de los pueblos, en sus luchas por la justicia social y autodeterminación.

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