blog(eroa) | Víctor Esquirol | Crítico de cine
La maldita primera vez
Nuev@s Director@s va calentándose, poco a poco, amparándose en un proceso que requiere tiempo, paciencia y comprensión. Lehericey nos enseña reírnos «de» y «con» nosotros mismos, mientras Sanderson y Chenilla se libran al drama.
Siempre hay una primera vez, y la primera en lo que a hacer el amor (por llamarlo de alguna manera) se refiere es, por definición (porque no queda otra) un desastre. Si el año pasado nos atiborramos a base de versiones de Blancanieves, éste 2013 parece consagrado a ese tan esperado -y, a la vez, temido- momento de practicar, por primera vez, el sano ejercicio en pareja en posición horizontal. Aventurarse a determinar la identidad del encargado de marcar estos leitmotiv es una tarea, sencillamente, fuera del alcance de cualquier mortal.
Después de la magnífica «La vida de Adèle» y de la no tan inspirada pero sin duda recomendable «Jeune et jolie» -que ya hemos visto, o veremos en este Zinemaldia-, Nuev@s Director@s reivindica su lugar entre la crème de la crème festivalera, apuntándose a este tema tan de moda. La belga «Puppy Love» empieza, como mandan los cánones, con esa primerísima primera vez, la cual se salda, por supuesto, en un insoportablemente silencioso desastre. «¡Te juro que ésta es la primera vez que me pasa!». Elemental. El encanto del segundo largometraje de Delphine Lehericey consiste en verle la gracia al trauma, que en realidad no es tal, sino una broma que se confirma con el paso del tiempo (hagan memoria... ya verán). La adolescencia, la salida definitiva del caparazón, las ganas de experimentar... el despertar sexual. Todos estos elementos componen los cables de una bomba de relojería que amenaza con destruir cualquier hogar. Ni intente adivinar qué color es el correcto, sea cual sea su decisión, el mecanismo va a estallar. Hablamos de la violenta ruptura con todo lo establecido, pero sobre todo hablamos del desencanto surgido de un descubrimiento: detrás de tanta expectativa está la nada... si acaso una constatación -y gracias-: la carne es débil, lo cual, a la larga, se acaba convirtiendo en el todo, es decir, en un mundo de sensaciones y responsabilidades cuya exploración depende ahora exclusivamente del pobre sujeto que, pasado el chasco, seguro que sabrá reírse a carcajada limpia de aquella híper-embarazosa primera vez.
El resto de la jornada se ha ido, con mayor o menor pesadez, siguiendo los mismos tempos del antes y el después de «la primera vez». «Funeral at Noon», a priori, es pura tensión. Antes de la presentación oficial en el Kursaal 2, llovían, en la cola de espera, recordatorios -nunca están de más- de las «amables barbaries» que el estado de Israel (de ahí viene esta última película) perpetra contra el pueblo palestino. Uf. Ya durante la proyección, el aire sigue pudiéndose cortar. El director Adam Sanderson propone un atípico descenso a los infiernos en esta historia de sentimientos tan ocultos como perversos... y hasta criminales. Es tal el empeño puesto en inquietar y en esconder que la innegable tensión que se imprime en el relato corre el riesgo de quemarse en lo hermético; en lo antipático. Y ya es sabido, no son éstos los mejores elementos para llevarnos a la cama. Aunque mucho peor es la combinación de «Paraíso» (el a posteriori). Como ya le sucediera en su primer largo en solitario, Mariana Chenillo permite que la chicha -nunca mejor dicho- del material con el que trabaja caiga en la más aparatosa condescendencia. Ni hablar de los posibles paralelismos con los «Gordos» de Arévalo. Más allá de los cuerpos «boterescos» lo que reina aquí es el hedor folletinesco, lo empalagoso y la alarmante falta de personalidad del producto. Todo esto y la duda puñetera: Sin la presencia del carismático Diego Luna en la plantilla de productores, ¿habríamos malgastado hora y media -larguísima- de nuestra vida? Mucho menos duran, aunque no lo parezca, las primeras veces.