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La marca, sus retoños y sus beneficiarios

Dabid LAZKANOITURBURU | Periodista

Los doce años de guerra a Al Qaeda se han cobrado sus piezas, entre ellas la de su fundador, pero no la han vencido. La red ha acentuado su rol de plataforma ideológica y formativa para nutrir sus decenas de sucursales, cada vez más autónomas, por todo el mundo.

Bin Laden fue acribilado en 2011, en plena vorágine de las revueltas árabes. Pero quienes auguraron que la tumba de Al Qaeda iba a ser la Primavera Árabe anduvieron tan errados como los que la responsabilizan por la reactivación de las hidras de la descabezada serpiente.

El mejor caldo de cultivo para la promoción de estos movimientos es precisamente la constatación (Egipto y Siria) de que no hay posibilidad de un cambio pacífico y realista en los pueblos árabes. O el enquistamiento de problemas territoriales, como los que asolan a los discriminados habitantes de Azawad (Mali), Cirenaica (Libia) o la Península del Sinaí.

Mucho, y fino, se ha escrito sobre la responsabilidad de EEUU en la creación del monstruo en Afganistán y en su irrupción triunfal en Irak.

Menos, o nada, se han investigado otras complicidades. Como el papel de Putin en Chechenia (liquidó uno a uno a los independentistas dejando el movimiento en manos de los barbudos). O el del sirio al-Assad que, casualmente, excarceló a cientos de yihadistas justo cuando la guerra civil siria estaba en sus albores. Y, finalmente, el de los militares egipcios, que se permiten masacrar a los Hermanos Musulmanes mientras resuenan las bombas en el Sinaí.

Un Ejército capaz de modelar a su antojo al enemigo (convirtiéndolo en una réplica fiel de su propia monstruosidad) no tiene garantizada la victoria. Pero conjura, seguro, su derrota.

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