Sitges, el fantástico y Satán
Arranca la 46ª edición del Festival de Cine de Sitges como mejor sabe hacerlo: rodeado de su público y sumido en un ambiente festivo. El desmadre preside las sesiones pensadas para la audiencia más fiel y la reivindicación de la industria nacional se carga de argumentos... mirando más allá de nuestras fronteras.
Víctor ESQUIROL
Aparece al frente del hemiciclo un hombrecillo de pelo blanco y liso. A falta de algo mejor (en términos de contundencia), cruza su cara una sonrisa socarrona casi imborrable. Deja sobre el estrado las hojas de papel en las que está el discurso que, en pocos segundos, va a vomitar. Estamos listos. Empieza a soltarlo todo y entre sus colegas, camaradas y cómplices se van sucediendo tanto los gestos de aprobación como los de enojo. Pura fachada: el circo marcha. Showtime. Más aún cuando el tema del día es el cine, que como todos sabemos, es esa ruinosa industria que, año tras año, empobrece un poco más al noble contribuyente. El ambiente se va caldeando (ésta es la intención) y explota cuando el maléfico orador dispara su tesis final: «No nos echen a nosotros la culpa. Las sogas, que con tanto esmero preparamos, para nada deben tenerse en cuenta a la hora de ejecutar la autopsia. Al cine español le va tan mal, sencillamente, porque es de mala calidad». Tal cual... y la peste a azufre ya se hace insoportable.
Una semana después, es decir, ahora mismo, el mismo olor se apodera de Sitges, aunque por motivos aparentemente distintos. Con el indigesto recuerdo -meteorológico- del año pasado rondando todavía por la memoria, la ya imprescindible Zombie Walk ha adelantado (con respecto a ediciones anteriores) su celebración para así apoderarse, a las primeras de cambio, de las calles de dicha villa.
Los futuros no-muertos hacían cola, ante el pabellón dispuesto para sus sesiones de maquillaje, desde casi antes de que asomara el sol. No veían el momento de empezar a infectar su piel con prótesis, pintura roja y otras muchas asquerosidades. Resultado: una gimiente y torpona horda de seres putrefactos que, como no podía ser de otra manera, han acaparado la mayoría de flashes en el inicio del festival.
El glamour de alfombra roja no ha muerto... simplemente ha sido reinterpretado. Así están las cosas en Sitges, ese pequeño-gran oasis infernal: mientras el resto del mundo se deleita -o sufre- con la contención de «Caníbal», aquí se vitorea la carnaza antropófaga de Eli Roth en «The Gren Inferno»; mientras el resto del mundo espera con ansias las desventuras de Tom Hanks en «Capitán Phillips», aquí el personal aplaude el 3D del ultra-moderno anime «Space Pirate: Captain Harlock»; mientras el resto del mundo se pregunta si Frodo Bolsón aparecerá o no en la nueva entrega de «El Hobbit», aquí nos frotamos las manos viendo a Elijah Wood pasándolas canutas en «Grand Piano».
El código de vestimenta, de conducta, de comportamiento... dictado desde el mismísimo averno. Así ha sido siempre y así sigue siendo el mejor certamen del mundo en lo referente al cine fantástico. Pero qué es exactamente el fantastique? A juzgar por una parrilla en la que, contando cortos y largometrajes, se van a presentar un total de 333 (sospechoso número) trabajos, es un monstruo indeterminado. En el mejor de los casos, es una criatura, tan espantosa como encantadora, que cambia de cara con la misma facilidad con la que los ministros del gobierno cuentan mentiras. ¿Hablamos de terror? Sí. ¿De cuentos de hadas? También. ¿De ciencia-ficción? Por supuesto... ¿Y de enciclopedias dedicadas al prolífico mundo criminal? Claro, ¿por qué no?
Un año más, y con éste van ya 46, parece que a pesar de sus aparentes limitaciones infraestructurales y presupuestarias, Sitges se las ingenia para que todo, absolutamente todo, quepa tanto en el grandioso Auditori (su buque insignia) como en el Prado y el Retiro, los imperecederos, destartalados, y aun así entrañables teatros reconvertidos en salas de cine.
En estos dos últimos espacios se encuentra seguramente la esencia de Sitges, un festival que, todas las cosas que se le pueden echar en cara, son al mismo tiempo los factores esenciales a la hora de entender su poder de atracción. Por ejemplo: ¿Cómo puede ser que los maratones de medianoche sean un peaje innegociable si se quiere llegar a ver todas las películas de una de las secciones principales? ó ¿cómo puede ser que, de un día para otro, y sin previo aviso, ciertos filmes salten de manera aleatoria de una sección a otra? ¿Cómo se explica que la película más llamativa de la jornada empiece con más de media hora de retraso con respecto a la hora prometida? Expedientes X. Misterios Sitges.
Las preguntas invitan a la indignación (y en este sentido, no se engañen, éste es seguramente el peor festival del planeta si a lo que se ha venido es a trabajar)... pero es todo parte del juego: esto es, conseguir, a base de visionados y de carreras, que se licúen las neuronas, que sangren los ojos y que el cuerpo, en general, se colapse.
Como todo lo demás estos días en el Garraf, cualquier dato, experiencia o crónica, por breve que sea, despierta, a partes exactamente iguales, risas y gritos de terror. Las cifras, para bien o para mal, siguen la tónica. Una edición más, la organización ha tenido que hacer malabares (sobre todo en lo referente a inventar nuevas fuentes de ingresos) para cuadrar todas las cuentas... en el otro lado de la balanza, una edición más, se ha batido el récord en la venta de entradas anticipadas (33.000 una semana antes de que se diera el pistoletazo de salida). Quizás las instituciones se hayan abonado al más espantoso de los silencios administrativos, pero por suerte, el público responde, y lo hace por el viral efecto del boca-oreja, porque sabe que en este pueblo, en estas fechas, la juerga está garantizada, pero básicamente por la antes comentada universalización del género fantástico. Al fin y al cabo, no es casual que los dos primeros seísmos registrados este año en Sitges hayan tenido su epicentro en dos películas tan distintas.
Por una parte, la esperada «Grand Piano» hizo buenas las excelentes sensaciones que traía desde su presentación oficial en el Fantastic Fest de Austin. Su director, Eugenio Mira, confirmó que su -innegable- talento rinde mejor cuanto más se aleja de España (¿casualidad?). Su último largo es una co-producción patria, sí, pero está -falsamente- ambientada en Chicago, y protagonizada por dos estrellas de la marca Hollywood: Elijah Wood (quien ya se siente en este certamen como en casa) y John Cusack.
El primero interpreta a un pianista cuyo miedo escénico va a alcanzar cotas inimaginables cuando descubra, durante una de sus actuaciones, que un francotirador le está apuntando con su rifle, y que va a disparar si el artista marra alguna nota de la partitura. ¿Se acuerdan de lo mal que lo pasó Colin Farrell en aquella cabina telefónica de «Última llamada»? Pues más o menos lo mismo, pero en la ópera. El resultado es un a veces increíble pero casi siempre elegante y eficiente thriller que, navegando entre las influencias de Alfred Hitchcock y Brian De Palma -casi nada-, consigue acelerar el ritmo cardíaco y clavar al espectador en la butaca, haciendo alarde de un funcionamiento digno de... un piano suizo.
En el otro lado del ring, otro esperadísimo fenómeno. El idolatrado Sion Sono presentó la primera de sus dos películas este año en Sitges. «Why Don't You Play In Hell?» («¿Por qué no juegas en el infierno?») es lo que promete, tanto el título como el interesantísimo currículum de su director. Más de dos horas de furia, gritos, disparos y golpes de katana. Un apabullante testigo del mejor nihilismo japonés en el que el chambara y los yakuza chocan frontalmente para que el espectador se quede a solas con la bestia más temible de todas: el cine, que todo lo envilece... que todo lo ennoblece
En medio de ambas propuestas, y tal y como exige el guión, hasta hay tiempo y espacio para el más absoluto -y delicioso- desconcierto. Las secciones paralelas Panorama y Nuevas Visiones aportan las dosis de experimentalismo y provocación que se le exige también a este tipo de citas. Aquí, hablar de abrir melones es, por supuesto, quedarse corto. Triángulos románticos en una soleada California o en una Argentina post-apocalíptica; amores inmunes a «océanos de tiempo» y a sórdidos crímenes acaecidos en románticas suites de hotel. Esperen lo inesperado... y tengan siempre por seguro que el mencionado elemento fantástico, de forma más o menos subliminal, va a ir de la mano.
La audiencia de Sitges, por supuesto (escríbanlo en mayúsculas), como loca. Extasiada. Será por el acierto en la selección de películas; será por la -festiva- predisposición con la que se viene... será porque esta 46ª edición contagiada, no por el Congreso, sino por aquella obra maestra de Roman Polanski que cumple treinta años, se ha librado, una vez más, a la tentación del mal. La pobre Rose Mary, es decir, «La semilla del diablo» no sólo está presente en el estupendo póster promocional, lo está también en las ruedas de prensa, en las colas de espera, en las proyecciones... antes de cada sesión, la web DiscoverSatanism.com acapara la atención del respetable. En representación de tan bizarra propuesta cibernética, un puñado de testigos, tan normales como usted, afirman, con la misma sonrisa con la que Montoro pone a caer de un burro al cine español, que Satán ha estado con nosotros desde el principio de los tiempos; que no nos quiere cambiar; que nos quiere tal y como somos. Terroríficamente desternillante. El aire, efectivamente, huele a azufre. Y el circo está en marcha. Showtime.