Jesus Valencia Educador social
Toros y cultura
¡Aquellos sí que eran festejos! Los picadores cabalgaban jamelgos sin peto; cada astado se podía permitir el lujo de despanzurrar a seis rocines y todavía sobraban cuatro
El mismo día en que España nos endilgaba otra estocada con las detenciones de Herrira, la Comisión de Cultura del Congreso declaraba las corridas de toros como patrimonio cultural inmaterial. ¿No se han quedado cortos? Esperancita Aguirre apunta más alto y propone que el toreo sea reconocido como patrimonio de la humanidad. ¡Olé por ella! Y olé por todos los intrépidos que han sufrido descalabros en capeas y encierros; tómense sus moretones y fracturas como heroica aportación a ese dechado de cultura española que es la tauromaquia.
La costumbre de atormentar a los toros para deleite del personal no es ni de aquí ni de ahora. Durante la Edad Media fue práctica muy extendida en numerosos países europeos. Dicen quienes entienden del asunto que estas truculencias acabaron en la mayoría de los países con la llegada de la Ilustración. Parece ser que a la tal señora todavía no se la conoce en muchas localidades de este cultísimo Estado. Y eso que las corridas de ahora han perdido parte de aquel toque artístico que tuvieron en otros tiempos. En 1836, el Gobierno español dictó una ley según la cual los organizadores de las corridas debían tener en la plaza una reserva de 40 caballos disponibles para la suerte de varas. ¡Aquellos sí que eran festejos! Los picadores cabalgaban jamelgos sin peto; cada astado se podía permitir el lujo de despanzurrar a seis rocines y todavía sobraban cuatro.
Las primeras protestas contra el toreo no las promovieron los antitaurinos, sino la pulida aristocracia inglesa que veraneaba en España y acudía a los cosos. Que los diestros fueran retirados de la plaza con algún agujero de más era cuestión baladí; que estos matasen a los cornúpetas les importaba un carajo, pero eso de ver con las tripas fuera a los equinos, míticos animales de la cultura anglosajona... La escabechina ecuestre se resolvió de la manera más imprevista. Primo de Rivera asistía a cierta corrida acompañado por unas damas extranjeras. Quiso la fatalidad que los mondongos de uno de los caballos pringasen a las empingorotadas acompañantes del dictador. Este cursó orden fulminante para que los caballos estuvieran protegidos mediante una «gualdrapa embutida de lana o de crin, con una botonadura al tresbolillo, estilo capitoné». A partir de entonces, la fiesta quedó deslucida. Las airadas protestas de los taurómacos actuales son vocerío de niños comparadas con las de entonces. Los enfurecidos aficionados de comienzos del siglo pasado no sabían lo que era gualdrapa, tresbolillo o capitoné, pero eso de no ver a los caballos arrastrando sus intestinos... Reclamaron airados que se mantuviera la cultura y que se respetara la sacrosanta tradición.
Los taurómacos de trapío no guardan excesivos miramientos con quienes critican la fiesta. Adoptan la misma pose chulesca de los toreros y, como ellos, entran a matar. Denuestan a los antitaurinos como un «atajo de lesbianas y maricones». El alcalde de Donostia, que ha negado las subvenciones a las corridas, es de ETA. Y quienes las han prohibido en Catalunya son lo peor de lo peor; es decir, catalanes. Así es la cultura taurina.