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Félix Placer Ugarte | Teólogo

Las otras víctimas

«Añorar viejos estilos de cristiandad y resistirse a pedir perdón colectivamente por su pasado colaboracionista» son los elementos que pone en relieve la beatificación como mártires, en el contexto del «Día de la Hispanidad», de 513 sacerdotes pertenecientes al sector de la Iglesia que apoyó a Franco. Defiende que la Iglesia tiene que hacer memoria de su historia, de su apoyo y bendición a los franquistas como base de una reconciliación desde la verdad y la justicia; y de su olvido del sector de creyentes y de tantas personas víctimas por la defensa de Euskal Herria.

Dentro el contexto de la celebración del llamado «Día de la Hispanidad», les fueron tributados en Tarragona los honores religiosos de la beatificación, como mártires de la fe en la Guerra Civil española, a 515 sacerdotes, religiosos y religiosas y a siete personas laicas. Este reconocimiento eclesiástico fue otorgado a víctimas pertenecientes al sector de la Iglesia que apoyó la insurgencia de los sublevados contra el régimen legal establecido.

Nada justifica la ejecución de personas por razones ideológico-religiosas. Tampoco se puede negar el derecho a afirmar su mérito personal y hasta heroico en la afirmación de su fe. Pero también es necesario recordar que no fueron las únicas víctimas por esa causa; el bando vencedor se ensañó con personas -sacerdotes, religiosos, laicos- a los que condenó a muerte y ejecutó. Esta memoria de un determinado grupo de víctimas es, por tanto, sesgada, y su parcialidad recuerda el contexto de aquella trágica época en la que la casi unanimidad de la jerarquía eclesiástica puso al servicio de los injustamente vencedores todo su poder simbólico-religioso generando lo que luego se denominó como «nacionalcatolicismo». Esta calificación de la servil relación del sector dirigente de la Iglesia española con el régimen impuesto por los sublevados conllevaba una vergonzosa sumisión ideológica y práctica a la política dictatorial y a sus intereses.

A cambio de esta sumisión, la Institución eclesiástica, con obispos nombrados según el beneplácito del jefe del Estado, obtenía prebendas, apoyos, privilegios y la garantía de ser la única religión legal en un Estado confesional. El Concordato firmado por Pío XII y Franco (1953) sancionó este estatus político-religioso.

La Iglesia perdía su libertad y su voz, su mensaje y práctica pastoral quedaban sometidos a los imperativos del régimen franquista. Hubo que esperar hasta la «Declaración sobre libertad religiosa» del concilio Vaticano II (1965) para que se iniciara otra visión de relaciones Estado-Iglesia. Pero todavía quedaba un largo túnel que el régimen franquista y la Iglesia hicieron recorrer a personas y grupos que buscaban el respeto de su libertad y convicciones. Como afirmó el jesuita historiador Alvarez Bolado, «la Iglesia, con su integrismo religioso y cosmovisional, robusteció el integrismo autoritario del régimen»... dentro de «una intensa convergencia con la perspectiva «religiosa» de las tendencias políticas que obtienen la victoria en el año 39». Por ello, «la integración del factor católico ha sido uno de los elementos de mayor éxito para la subsistencia interior y exterior del sistema político español».

En efecto, la jerarquía española bendecía la «cruzada» y «guerra santa» de Franco en su Carta Colectiva del Episcopado Español (1-7-1937), firmada por la casi unanimidad del episcopado, calificándola como «movimiento cívico-militar... de sentido patriótico... defensa de los principios fundamentales de toda sociedad civilizada... para levantar a España y evitar su ruina definitiva... y como la garantía de la continuidad de su fe y de la práctica de su religión». No la firmaron el cardenal de Tarragona, Vidal i Barraquer, el obispo de gasetiz, Mateo Múgica, Javier Irastorza, obispo de Orihuela, Juan Torres, obispo retirado de Menorca y el cardenal Pedro Segura.

Consecuencia de aquel apoyo, legitimación y bendición eclesiástica fue la despiadada represión de todo atisbo de disidencia o crítica religiosa del régimen. Ante un pueblo masacrado y reprimido tras la victoria franquista, Francisco Javier Lauzurica (1937-1943), nombrado (por destierro de Mateo Múgica) Administrador Apostólico de la Diócesis de Gasteiz, «obispo de Franco», se expresó en su primera pastoral: «Así mismo deseamos vuestra total incorporación al movimiento nacional, por ser defensor de los derechos de Dios, de la Iglesia Católica y de la Patria, que no es otra cosa que nuestra madre España» (1937). Y no dudaba en afirmar: «Soy un general más a las órdenes del Generalísimo para aplastar al nacionalismo».

No menos rotundo era Mons. Olaechea, obispo de Iruñea, quien deseaba «el triunfo de nuestras armas» y veía ya «brotar en la punta de las bayonetas de nuestros soldados el ramo de olivo y calificaba la guerra de estos como la más alta cruzada que han visto los siglos, donde es palpable la asistencia divina a nuestro lado» (1938).

Aquella ideología nacionalcatólica llevó al destierro y la cárcel a numerosos sacerdotes, religiosos y laicos y a la ejecución sumarísima de algunos de ellos, junto a miles de personas masacradas e ignominiosamente sepultadas en los diversos pueblos del Estado. En Euskal Herria aquella feroz persecución pretendía impedir y suprimir una religiosidad unida al sentimiento nacionalista y, en general, a la cultura euskaldun y a su lengua en una Iglesia vasca.

No faltaron voces que reclamaron justicia para el Pueblo Vasco en medio de la represión, defendiendo los derechos de Euskal Herria y la libertad de la Iglesia. La «Memoria dirigida al Papa Pío XII por varios miembros del clero vasco»(1944) y luego el «Escrito 339 sacerdotes vascos» (1960) fueron las más significativas. A partir de este último documento duramente reprimido, se sucedieron crecientes denuncias en las distintas diócesis: detenciones, multas por homilías, la conocida cárcel de Zamora... fueron, entre otras, las reacciones represivas del Estado.

Quedaban en el silencio la necesaria memoria y reparación de tantas víctimas causadas por el ejército invasor y por el régimen impuesto, entre ellos también sacerdotes y religiosos que defendieron, desde su fe en el evangelio, a Euskal Herria. Hubo que esperar hasta junio de 2009, cuando en nota de prensa del día 30 de ese mes, firmada por los obispos de Bilbo, Donostia y Gasteiz, titulada «Purificar la memoria, servir a la verdad, pedir perdón», convocaron a un funeral conjunto para recordarles especialmente, junto a «centenares de personas ejecutadas, víctimas de odios y venganzas». El acto se celebró el 11 de julio con numerosa asistencia, junto a los obispos convocantes, de sacerdotes y laicos, en la catedral nueva de Gasteiz (donde todavía se mantiene un llamativo escudo franquista en una de sus naves). El obispo de Gasteiz afirmó en su homilía que «tan largo silencio no ha sido sólo una omisión indebida, sino también una falta a la verdad, contra la justicia y la caridad. Por ello, con humildad, pedimos perdón a Dios y a nuestros hermanos».

Sin embargo, actos como el de Tarragona reavivan de nuevo heridas del pasado y, aunque la Conferencia Episcopal afirma que no hay motivación política en las beatificaciones, ponen de relieve el talante ideológico y la línea todavía dominante en una jerarquía eclesiástica que parece seguir añorando viejos estilos de cristiandad y se resiste a pedir perdón colectivamente por su pasado colaboracionista.

Cuando quiere restaurarse la memoria histórica como base de una reconciliación desde la verdad y la justicia, es necesario que también la Iglesia haga memoria de su historia en el largo régimen franquista, de su apoyo y bendición a los vencedores y también de aquel olvidado sector de creyentes y de tantas personas víctimas por la fidelidad y defensa de Euskal Herria y de otros pueblos.

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