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Asumir la impunidad es injusto, poco honesto y muy negativo

Ser víctima de una violación de derechos tiene consecuencias graves y duraderas. Además de la violación particular, de los hechos concretos, las consecuencias humanas de esos hechos suelen perdurar largamente, afectando a la vida de las personas que los han padecido y a su entorno. En este sentido, las violaciones de derechos tienen efectos psicosociales profundos, difíciles de gestionar tanto personal como colectivamente. En todos los casos.

La actualidad de las últimas semanas ha quebrado uno de los pilares del discurso que el Estado español mantiene sobre la realidad vasca: la inexistencia de un conflicto en tanto en cuanto durante las últimas décadas solo han existido víctimas de una parte y, por lo tanto, no se puede hablar de conflicto político sino de una realidad puramente criminológica y, llevando el argumento al extremo, patológica en términos sociales. Por ejemplo, cuando se niegan a tratar la cuestión de los presos y se les recuerda el ejemplo de Irlanda, los mandatarios españoles se escudan en que no hay presos más que de una de las partes, obviando que si no los hay de la otra no es porque no haya habido violaciones de derechos en ese sentido, sino porque no se han castigado o, en los pocos casos en los que se han juzgado y ha habido condenas, se han conmutado con diferentes argucias. Las últimas revelaciones sobre el último preso de los GAL en el Estado, Ismael Miquel Gutiérrez, que en realidad hacía diez años que estaba en tercer grado pero cuya posible liberación los representantes españoles han utilizado para argumentar a favor de la doctrina 197/2006 ante el TEDH, es un buen ejemplo de esa impunidad y de su perversa utilización. Es decir, además de ser delitos mayormente impunes, se utiliza esa impunidad para justificar una posición negativa hacia la resolución del conflicto. Esto solo es posible gracias a una suerte de ley del silencio que hace que esos hechos puedan ser ignorados por una gran mayoría social.

En este terreno, los relatos de torturas por parte de los jóvenes que están siendo ahora juzgados en la Audiencia Nacional han conmocionado a una parte de la sociedad vasca (aquella que recibe noticias al respecto). Pero también al tribunal que los juzga, que en un hecho inédito ha permitido que los encausados no acudan a las sesiones en las que quienes los torturaron han declarado como peritos o testigos. Algunas de las preguntas de los abogados a esos policías, tan sencillas y lógicas como por qué los interrogatorios están datados a altas horas de la madrugada o por qué se detiene a alguien a las puertas de la Audiencia Nacional cuando esta se presenta a declarar voluntariamente y luego, en comisaria, se autoinculpa y declara contra sus compañeros, evidencian a ojos de cualquier observador imparcial precisamente aquello que la incomunicación pretende ocultar: la utilización sistemática de la tortura contra los detenidos vascos para lograr autoinculpaciones que luego suponen la única prueba de cargo en un proceso viciado de raíz. Hay que recordar que esas mismas declaraciones llevaron a muchos de esos jóvenes a prisión, en una utilización perversa de la prisión preventiva que atenta contra cualquier visión garantista del Derecho, tal y como han denunciado diferentes juristas. Y desde ahí llegamos a este infame juicio político. Objetivamente, esas personas son, y así deberían ser consideradas, víctimas.

Otro tanto ha ocurrido con los presos retenidos ilegalmente bajo la mencionada doctrina 197/2006, que Estrasburgo ha liquidado por afectar a los derechos humanos de esas personas. Pocos delitos hay más graves por parte de un Estado, además del ya mencionado de la tortura, que robar la libertad de una persona ilegalmente. Lo que nadie dice en este contexto es que, al margen de las razones que las llevaron a la cárcel, en este momento el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha sentenciado que esas personas han sido víctimas en tanto en cuanto se han violado sus derechos.

Nadie quiere ser víctima

Si todo esto es así, cabe preguntarse por qué no se las considera víctimas y, sobre todo, por qué no lo reivindican ellos y ellas. Nadie quiere ser víctima, por supuesto, pero lo realmente reseñable en este caso es que hay víctimas que no quieren reivindicar, organizar su vida o regir su discurso político en base a esa condición. No es, en ningún caso, una cuestión de negación de lo que les ha ocurrido, de miedo o vergüenza a relatar su dramática experiencia. Es importante, empezando por ellos mismos, que se sepa la verdad, siendo este junto a la justicia, la reparación y las garantías de no repetición uno de los objetivos de toda víctima.

Tras esa postura, que dialécticamente supone rechazar una ventaja objetiva en nuestro contexto sociocultural, hay razones ideológicas, de cultura política, de tradición de lucha, pero también hay razones prácticas. Su planteamiento es profundamente político, quieren actuar en positivo, luchan por lograr una sociedad mejor, y solo utilizan esa condición de víctima para destapar la existencia de esa violación sistemática de derechos humanos y denunciar la impunidad con la que se ha desarrollado. Renuncian a una concepción vengativa, no porque no tengan esos impulsos humanos, no porque privadamente no sientan rencor hacia quienes les hicieron sufrir terrible e injustamente, sino porque no quieren organizar su sociedad, la sociedad vasca, en base a esos parámetros negativos. Esa voluntad constructiva merece ser reconocida, en tanto en cuanto anula necios discursos de superioridad moral y, sobre todo, mira hacia el futuro y posibilita avanzar hacia una resolución del conflicto político. Las personas honestas no deberían menospreciar esa posición, menos aun desde la ética.

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