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Líbano se aferra al sectarismo ante el miedo al contagio de la violencia en Siria

«Líbano es un espejo de lo que pasa en Siria. Siempre ha sido así. Lo que allí sucede tiene efectos directos en nuestro país. Líbano está absorbido por la guerra en Siria y la guerra de Siria ha llegado a Líbano». De esta manera, resume la psicoanalista libanesa Reina Sarkis la relación simbiótica e insana que mantienen ambos países.

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Oriol Andrés Gallart | BEIRUT

No es de extrañar, pues, que desde que la revolución en Siria se tornó en conflicto armado en 2011, el miedo a un contagio de la violencia haya sido una constante. Si bien por el momento no se ha dado, puntuales capítulos violentos han dejado la población en vilo. Así fue con la muerte en atentado con coche bomba de un alto cargo de la inteligencia libanesa en Beirut, en octubre de 2012; o con la explosión de otro coche bomba en agosto en Dahie, uno de los barrios chiitas de la capital, que causó 20 muertos. O con la amenaza de un ataque de Estados Unidos contra Siria en septiembre. «Las calles se quedaron vacías», afirma Sarkis. «Había una tensión que podías sentir. Durante semanas el país estuvo en ese estado». Y continua: «Los libaneses tienen miedo, la ciudadanía está deprimida. Es todo un abanico de emociones negativas: pánico, inseguridad, inestabilidad. No es un miedo aprensivo sino real: la gente sabía que si se atacaba Siria, Líbano iba a tener un rol activo en una guerra regional».

No es un miedo que se perciba a primera vista. En Beirut, ha vuelto el bullicio, la ciudad sigue activa tanto de día como de noche. Pero se nota en los detalles. El miedo son los grupos de hombres que al anochecer se reúnen en la calle en los barrios conservadores cristianos y que escrutan o incluso interpelan al desconocido. Son las cintas que impiden aparcar en algunas grandes avenidas. Son los controles del ejército en los accesos de los barrios de mayoría chiita. Y son también las conversaciones, impregnadas a menudo de ansiedad política.

Una consecuencia de este permanente estado de miedo ha sido el recogimiento de los libaneses en sus respectivas comunidades religiosas, identidad primera de los libaneses y refugio ante las amenazas. El confesionalismo es la base sobre la que se estructura la sociedad libanesa y es a la vez su mayor fuente de fragilidad.

«No hay una identidad común», explica Sarkis, quien añade: «Cuando eres europeo, se te asocia a unos valores comunes, a un sistema cultural. Aquí cada confesión vive en un planeta diferente, con valores, referentes e ideologías distintas. A veces incluso opuestas. Decir que eres libanés es casi no decir nada. Tienes que especificar para que el otro pueda entender quien eres».

«La misma geografía urbana de Beirut es hostil, divide a través de barrios segregados por comunidades», explica Hassan, joven activista que trabaja para derribar estos muros a través del arte. Los prejuicios, odios y traumas que se transmiten de generación en generación, muchos antes incluso de la guerra, no ayudan a superar esta situación.

El sectarismo como sistema

Líbano, un país con una superficie igual a la de Nafarroa y una población de unos cuatro millones de personas, alberga 17 sectas distintas reconocidas. Su organización político-administrativa se basa en este multiconfesionalismo y responde a la búsqueda de un equilibrio de poder entre las principales comunidades.

El origen del sistema confesional viene de lejos, de la época otomana, pero se regula bajo el mandato colonial francés (1920-1943). Es entonces cuando se crea el Estado del Gran Líbano, compuesto en buena parte por territorios pertenecientes a Siria. Según el sistema político surgido del llamado Pacto Nacional de 1943, previo a la independencia, el presidente debía ser un cristiano maronita; el primer ministro, un musulmán suní; y el presidente del parlamento, un musulmán chiita.

El reparto del poder entre cristianos y musulmanes fue justamente una de las causas de la guerra que destrozó el país entre 1975 y 1990. Los acuerdos de paz que se firmaron en Taif incluían un traspaso de poderes del presidente al ejecutivo y establecían una equidad en la correlación parlamentaria entre cristianos y musulmanes, hasta entonces favorable a los primeros.

Hay sin duda base real para el miedo. Sin embargo, tal como afirma Haytham Khalaf, del Lebanese Center for Active Citizenship, el miedo ha sido históricamente usado por las propias élites de cada comunidad: «Hay varias familias políticas que usan la estrategia de la división para mantenerse en el poder. Cuando la popularidad de un líder cae, usa discursos del odio contra los otros grupos para remontarla».

Se trata de una opinión compartida aunque matizada por Lokman Slim, fundador de la ONG UMAM, dedicada a la preservación de la memoria como herramienta de transformación social. Para él, la principal razón de la lealtad de la ciudadanía a los líderes son «las continuas acciones de cada secta para intimidar a los ciudadanos de las otras.» A la vez, pero, añade: «Hay otros elementos que no podemos desestimar. Los líderes y sus organizaciones atraen también porque suplantan al estado en sus funciones, ofreciendo servicios sociales, de salud y de educación». Un sistema clientelar, causa y consecuencia de un Estado prácticamente inexistente, ineficaz y corrupto, desde hace meses nuevamente hundido en su enésima crisis de gobierno.

Esto se traduce en un puñado de nombres, entre miembros de las familias históricas feudales, señores de la guerra surgidos de la guerra civil, y los grandes hombres de negocios. Nombres como el de Michael Aoun, cristiano maronita del Movimiento Patriótico Libre; Hassan Nasrallah, líder de Hezbollah; Nabih Berri, líder del partido Amal; el mismo actual primer ministro en funciones, el empresario de telecomunicaciones Najib Mikati; Saad Hariri, hijo de Rafik Hariri y máximo exponente del sunismo político; Amine Gemaiel, del Kataeb, cristiano; o Walid Jumblatt, líder de la comunidad drusa, representada por el Partido Socialista Progresista.

Tanto durante la guerra como en el periodo posterior, ya reconvertidos en políticos tras haber aprobado una ley de amnistía a su medida, nunca dudaron en combinar el odio hacia el otro como herramienta de supervivencia con constantes cambios de alianza que hacen variar esta figura de 'el otro'. Tanto en el interior, como con los actores externos, el principal, Siria. El régimen alauíta de los al-Assad ocupó el país hasta 2005 y nunca renunció a ejercer su influencia sobre Líbano y sus elites, fuera mediante la negociación o la fuerza.

Así, para Lokman, hay que tener en consideración «la atmósfera que alimenta las alineaciones interiores. Hoy en día, si eres chií o suní en el Líbano, tus lealtades no se restringen al país. No podemos interpretar la cuestión libanesa sólo en términos libaneses. Debemos tener en cuenta lo que está pasando alrededor y en los conflictos regionales».

«El 'otro' puede ser cualquiera, tenemos muchos. Para un cristiano no tiene porque ser un musulmán, puede ser otro cristiano» afirma Reina Sarkis. Y pone como ejemplo el debate que mantienen esta comunidad, entre aquellos que piensan que el régimen está protegiendo a las minorías, entre ellas la cristiana, y los que dicen que el régimen está usando estas minorías. «En ambos casos, todo gira sobre como asegurar tu supervivencia. Porque estás asustado de el otro, porque te sientes amenazado. Y te encierras en tu identidad y en tu grupo».

Tripoli, el tablero de ajedrez

Sólo una calle separa los barrios de Bab el Tabbeneh de Jabal Mohsen, en Tripoli, al norte del Líbano. En contraste con el bullicio de la ciudad, nadie circula por ella a pie y los coches aceleran su paso. A ambos lados, las fachadas se presentan moteadas por los impactos de miles de proyectiles. El ambiente es tenso.

Probablemente no haya sitio en todo Líbano que resuma mejor el devenir libanés: el culto al líder, la instrumentalización del sectarismo por parte de las élites, la desestabilizadora influencia externa y el fracaso de la sociedad civil para resolver los problemas sin violencia.

En Jabal Mohsen sus habitantes son principalmente alauítas, la misma rama del chiismo de la dinastía siria de los al-Assad. En Bab el Tabbeneh la población es de mayoría suní, y en lógica regional, partidaria de la revuelta. Desde 2008, los enfrentamientos son una constante, agudizada desde 2011 al calor del conflicto sirio.

El origen se remonta al pasado. Y los agravios en ambas direcciones no han dejado de crecer ya desde la guerra civil. Para los vecinos de Jabal Mohsen la suya es una lucha para defenderse como minoría en un entorno de mayoría suní. Para los vecinos de Bab el Tabbeneh el mayor enemigo es el Partido Democrático Árabe (PAD) desde que participó, según le acusan, en una masacre en 1986.

«El día que el PAD se disuelva, yo entregaré las armas», asegura Jalid, vecino y combatiente, de unos 40 años. Ojos vidriosos y rasgos cansados, «la culpa de todo», para él, «es del régimen sirio». Asegura que tras su forzada marcha del Líbano en 2005, después de 30 años de ocupación, Damasco se dedicó a crear nuevas tensiones, hasta que en 2008 volvieron los enfrentamientos en Tripoli. «Ahora, cualquier pequeño problema deriva en combates», explica.

Pese a ello, Jalid asegura que «no es un problema sectario sino político. Hay un acuerdo entre los dirigentes en Líbano de que solo haya combates en Tripoli». Sea cierto o no, todo indica que las decisiones sobre los combates no se toman en estos barrios. Tampoco sus razones se explican por cuestiones de convivencia. Para Sabah Mawlood, activista por el empoderamiento de la mujer, los líderes políticos pagan a ambas milicias por luchar. «Todos pagan», afirma. «Aquí pueden sacar ventaja de la situación demográfica», afirma. También de la situación de emergencia social. Los dos barrios comparten el hecho de ser los más pobres de las ciudad, con un alto desempleo y problemas severos de escolarización. Es pues, un tablero de ajedrez dentro del tablero regional que a su vez es Líbano.

Aún con esta constatación, Jalid asegura que sigue luchando porque «cuando los combates empiezan, tenemos que participar porque estamos defendiendo nuestras casas y familias». En opinión de Sabah Mawlood, «no hay solución sin desarrollo económico. Hay que erradicar la pobreza». Pero para ello haría falta voluntad política. O.A.G.

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