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OBITUARIO

Antxon Bandrés, un hombre del país

Asumió la dirección del montañismo vasco en 1976, colocando una ikurriña en la mesa presidencial de Gernika cuando aún no estaba legalizada; volvió a tomar el mando en 2000; y en este momento ejercía de vicepresidente.

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Antxon ITURRIZA «AIZPEL»

Había mucha emoción contenida en el aire de Tolosa en la tarde de ayer. La salida de la iglesia de Santa María componía una gran manifestación silenciosa de gentes muy dispares. Unos habían ido a despedir a un médico radiólogo que ejercía en la clínica de La Asunción, otros a un biólogo que había investigado vestigios del pasado de nuestro pueblo en el Grupo de Ciencias Aranzadi.

Un grupo importante lo constituían montañeros de alta y baja altura, que rendían homenaje a quien fue su presidente durante muchos años. Y junto a ellos, los tolosarras estaban allí para patentizar su sentimiento hacia un vecino que había sido en el pueblo desde concejal hasta Olentzero, pasando por la presidencia del casino.

Todos estos colectivos no habían coincidido en lugar y hora para hacer público su afecto a personas diversas. Era un solo hombre, un solo nombre, el que concitaba en torno suyo todo este amplio arco de testimonios afectivos que fluían entre las calles estrechas de la parte vieja de Tolosa. El hombre y el nombre referente de ese homenaje tan multitudinario como heterogéneo era Antxon Bandrés, fallecido la tarde del martes en un absurdo accidente doméstico.

Reza un axioma clásico que «Ni aun permaneciendo sentado junto al fuego de su hogar, puede el ser humano escapar a su destino». Desconocemos hasta dónde llegan las terminales de los hilos que mueven nuestros pasos por la vida, como si fuéramos una de las marionetas que cuelgan en el museo Topic de Tolosa. Se nos escapan los impulsos que, en un momento determinado, cercenan esos hilos y la marioneta cae al suelo, como cayó Antxon mientras podaba las zarzas de una fuente cercana a su casa.

Sus uniones con la vida podían haberse cortado en 1974 cuando, junto a otros cinco compañeros de aventura, recorrió sobre esquís los bosques y lagos helados de Laponia, o cuando al año siguiente se aventuró con otros expedicionarios vascos en los turbulentos valles de Afganistán. Cualquiera de las afecciones que provoca la altitud -y que él conocía con detalle por sus conocimientos de medicina de montaña- podía haberle tumbado mientras recorrió en Nepal los valles altos de Khumbu o del Annapurna, o en los momentos en que ascendía en 1980 a la cima andina del Ausangate. Existía también la probabilidad estadística de que hubiera pasado a figurar en las largas listas de víctimas de los accidentes de carretera en alguno de los semanales desplazamientos al Pirineo, o de romperse la crisma esquiando en sus habituales descensos por las pendientes del pico Aneou.

Nada ocurrió. Ninguna tijera misteriosa intentó seccionar los hilos vitales en esas situaciones de riesgo potencial.

Evidentemente, no era Antxon Bandrés de los que esperaban sentados a que las veleidades de la vida le convirtieran por inercia rutinaria en un muñeco movido a distancia y por voluntad ajena.

Asumió la dirección del montañismo vasco en 1976, colocando una ikurriña en la mesa presidencial de Gernika cuando todavía no estaba legalizada; volvió a tomar el mando en 2000, evitando así un amenazante vacío de poder, y en este momento ejercía de vicepresidente apoyando a la directiva en la difícil coyuntura actual. En todos estos periodos, siempre fue la suya una postura audaz, casi visionaria del futuro, en cuya materialización acertó y erró como todo adelantado a su tiempo.

Le venía de casta, porque otro Antxon Bandrés, su tío abuelo, había sido el fundador y primer presidente de la Federación Vasco Navarra de Alpinismo, allá por el año 1924. En los difíciles momentos de la transición se implicó como concejal en la gestión de su pueblo y profundizó -como biólogo que era- en investigaciones del pasado de nuestro país en el Grupo de Ciencias Aranzadi.

Como las marionetas del Topic, Antxon podía vestirse con múltiples ropajes. Haciendo gala de ese gen exclusivo de Tolosa para el transformismo humorístico, era capaz de cambiar en instantes la respetuosa bata blanca de la clínica por el disfraz más sorprendente cuando llegaban los carnavales. Y podía convertirse por unos días en león del Athletic, esquiador frustrado patinando por la calle San Francisco, o carbonero que iba tiznando de cenizas a cuantos encontraba a su paso.

Y cuando llegaba el solsticio de invierno, ese carbonero bajaba de nuevo desde las laderas de Urkizu donde vivía para convertirse en Olentzero y repartir, no ya cenizas, sino caramelos de ilusión entre los niños.

Antxon se abría desde la afabilidad, se expandía poliédricamente en terrenos diversos y hasta contrapuestos, para abarcar un enorme espacio humano, ahora repentinamente vacío.

El martes a la tarde, en una campa cercana a su casa, quién sabe quién, quién sabe por qué, cortó los hilos y Antxon cayó al suelo como una marioneta exangüe. La tierra, que es madre de vida, también puede llegar a matar sin proponérselo.

Ayer Antxon llevó a cabo su última aparición pública, vestido, que no disfrazado, como lo que era: un hombre del país. Con una camisa de cuadros, una txapela en las manos y una ikurriña en sus pies, se marchó por un sendero cuyo destino sólo él conoce.

 

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