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Memorias apócrifas de la revolución mexicana

Existe cierto consenso a la hora de saludar «Los relámpagos de agosto», de Jorge Ibargüengoitia (1928-1983), como la mejor novela jamás escrita sobre ese período confuso y convulso que fue la revolución mexicana, con el aliciente de abordarlo en clave satírica, acaso el registro más eficaz para objetivar una realidad histórica compleja. RBA acaba de reeditar esta obra capital.

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Jaime IGLESIAS

El próximo mes de noviembre se cumplirán treinta años de uno de los accidentes aéreos más impactantes de cuantos han tenido lugar en el Estado español, el del Boeing 747 de Avianca, que, incomprensiblemente, terminó estrellado en unas colinas del municipio madrileño de Mejorada del Campo mientras se disponía a aterrizar en Barajas, procedente de París y antes de proseguir viaje rumbo a Bogotá. El impacto del siniestro no tuvo que ver únicamente con el número de víctimas (181), sino con la personalidad de algunos de quienes perecieron en él, como la pianista catalana Rosa Sabater, el novelista peruano Manuel Scorza o el mexicano Jorge Ibargüengoitia, todos ellos invitados por el gobierno colombiano al Primer Encuentro de la Cultura Hispanoamericana que se iba a celebrar en la capital del país.

De entre todas estas personalidades acaso sea la del literato mexicano de ascendencia vasca la que aún hoy mantiene un reconocimiento más vivo, sobre todo en su propio país, desmintiendo el tópico de que nadie es profeta en su tierra: «No conozco a ningún escritor de valía de entre los de mi generación que no haya leído a Ibargüengoitia. Ha tenido una amplia ascendencia en nosotros, que, luego sin darnos cuenta y cuando apelamos al humor negro, le rendimos tributo perenne», comenta el periodista y novelista mexicano David Miklos, para quien la prematura muerte de su compatriota, a los 55 años, lejos de restarle influencia y lectores, únicamente «le privó de ser depositario de una larga serie de premios, tanto editoriales como estatales».

Apenas leído fuera de México, cada vez es más extensa, sin embargo, la nómina de quienes reivindican a Jorge Ibargüengoitia como un autor decisivo: «Javier Marías, Juan Villoro y Enric González, lo consideran uno de los escritores fundamentales de nuestro tiempo, también entre el público general gana adeptos, como lo prueba la buena respuesta de ventas que están teniendo sus obras», constata Manel Martos, editor de RBA Libros, sello encargado de reeditar en el Estado la obra completa del mexicano, «porque a los treinta años de su trágica muerte estaba totalmente desaparecido en el mercado español y encaja perfectamente en nuestra línea editorial de recuperación de los grandes clásicos del siglo XX». Para Martos se trata, sin duda, de «uno de los grandes escritores de su país, en la estela de Juan Rulfo y por encima de Carlos Fuentes».

Pero ¿qué define la obra de Jorge Ibargüengoitia para generar semejante consenso? «Fue nuestro mejor humorista: nadie lo ha superado. Era, por así decirlo, un visionario de lo cotidiano, además del mejor crítico de la manera en la que vivimos en México», manifiesta David Miklos, quien, de este modo, apunta una de las claves de la vigencia de Ibargüengoitia: su dominio de la sátira como género literario. Con ser algo sabido y probado que el humor es un recurso que nunca ha cotizado muy al alza a la hora de juzgar las calidades de una novela (es más, casi siempre ha sido puesto bajo sospecha), no lo es menos que la proyección de esa ironía sobre escenarios indiscutibles, como los que ofrece la historiografía, sin que en ella prevalezca la caricatura, sino antes el rigor, contribuye a relativizar los acontecimientos hasta asumir el fondo patético y prosaico de ciertos episodios reales tal cual debieron suceder, en lugar de ser defendidos apelando a la gesta o a la leyenda. Dicha operación de normalización, que no necesariamente de desmitificación, ayuda además a que el lector acceda con placer a la revisión de la propia tradición y de la realidad nacional de la que participa. Ese fue el gran mérito de Jorge Ibargüengoitia ya desde su primera novela, «Los relámpagos de agosto» (1964), que en el momento de ser publicada marcó un hito en la narrativa mexicana (ganó el Premio «Casa de las Américas») y que ahora reedita RBA tras haber hecho lo propio con otras obras del autor como «Las muertas», «Dos crímenes», «Esas ruinas que ves», «La ley de Herodes» y «Los pasos de López».

Considerada por muchos como la mejor novela jamás escrita sobre la revolución mexicana, «Los relámpagos de agosto» son unas memorias apócrifas dictadas desde el exilio y a modo de alegato por el general José Guadalupe Arroyo, quien tras acudir a la capital del país para negociar con el presidente-general electo su incorporación al gobierno, se encuentra con el súbito fallecimiento de éste, viéndose involucrado, además, en una conjura contra el nuevo Ejecutivo destinada a tomar el poder mediante acción armada. La acción se sitúa en la fase terminal de la revolución mexicana, período convulso y confuso que, aunque con carácter oficial, culminó en 1917 con la aprobación de la nueva Constitución. En la práctica se prolongó hasta 1929, año en que se fundó el Partido Nacional Revolucionario (antecedente directo del PRI) a instancias de Plutarco Elías Calles y otros caudillos de la revolución, tras el asesinato del presidente Álvaro Obregón y buscando, precisamente, finiquitar las luchas intestinas entre militares que habían lastrado la política mexicana a lo largo de la década e institucionalizar las jerarquías surgidas de la lucha revolucionaria.

Es ese contexto de pronunciamientos, traiciones, magnicidios, componendas y negociaciones bajo cuerda entre «militarotes» con ínfulas de «salvapatrias» el que disecciona con lucidez y sarcasmo Jorge Ibargüengoitia en «Los relámpagos de agosto», novela que funciona como una epopeya a la inversa tal y como comenta David Miklos: «parece más bien una burla de la llamada novela de la revolución mexicana». Sin embargo, la grandeza de esta obra no radica únicamente en lo que tiene de subversión formal: «es una novela que nos enseña el peso de la historia sobre la ficción, si bien Ibargüengoitia supo cómo desmitificar el pasado y enseñarnos que tanto los generales de la Revolución en este libro, como los próceres de la Independencia en Los pasos de López, eran tanto o más burdos que nosotros; es decir, seres humanos de a pie, del montón», añade David Miklos.

Finalmente, ese carácter profano es el que dota de una dimensión abiertamente contemporánea a una obra que, en medio del regocijo y de la diversión que procura, esconde una tragedia íntima: la de un ser condenado al ostracismo por hallarse en el lugar equivocado en el momento más inoportuno, alguien sin voluntad (y sin cultura política) que participa de esa actitud tan extendida entre el ciudadano medio como es la de dejarse arrastrar por los acontecimientos, incapaz de dar, por respuesta, una negativa a tiempo. De este modo al lector no le queda sino empatizar con las desdichas del protagonista, el general Arroyo, personaje ideológica y moralmente cuestionable pero que, en su excusada mezquindad, nos ofrece la medida de lo que somos.

 

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