José Mª Cabo - Filósofo
Libertad de expresión
Jamás se me hubiese pasado por la imaginación que llegaría un día en que veríamos una revisión de la historia reciente de España tan cercana a los principios fundamentales del franquismo como la que hoy estamos observando. Y sin embargo ésta se ha producido. He de confesar que soy uno de esos pacientes ciudadanos que leen a esos revisionistas ultraconservadores de la República, de la Guerra Civil o del régimen franquista, como son César Vidal, Ricardo de la Cierva (continuando lo que siempre ha hecho) o ese aficionado a la historia que es Pío Moa. He de confesar, además, que escucho la COPE; que Jiménez Losantos, el mismo César Vidal, Pedro J. Ramírez, César Alonso de los Ríos, Amando de Miguel y demás fauna de similar especie forman una pequeña parte de mi diario entretenimiento. Y digo entretenimiento porque es tal el grado de insensatez al que han llegado estos inapreciables personajes que tomárselos en serio puede ser causa de un más que preocupante malestar psíquico o de algún tipo de modificación del comportamiento normal que conduce inevitablemente al tratamiento psiquiátrico más severo. En realidad ellos, y otros como ellos que pueblan y ocupan los espacios de los medios de comunicación nacionales, constituyen y son la broma de la política nacional. No son los bromistas de la parodia nacional, no son los payasos de ese esperpento en que se ha convertido la política del Estado, ni tan siquiera los bufo- nes de los que se nutre la renuncia expresa a las ideas. Porque en el fondo lo que todos estos sujetos representan es la broma misma, la auténtica payasada o la verdadera bufonada. ¡Vaya caterva de intelectuales reunidos en torno al diario “El Mundo”, la cadena de los obispos, la imparcial Antena 3 o Telemadrid! Al grito de la consigna del momento (la indisoluble unidad nacional), y con la sombra del nacional-catolicismo tras sus pasos e invadiendo sus «ideas», la plana mayor de la derecha nacional se ha manifestado en estos tiempos en más ocasiones que durante todos los días que duró la represión franquista. Un día fueron los homosexuales los sujetos de sus iras; otro todos aquellos que no veían por qué en el sistema educativo debía haber espacio para la propaganda religiosa y mucho menos que fuese financiada con dinero público; más adelante, los catalanes fueron acusados de insolidaridad por reclamar los documentos que les pertenecían y querer más autogobierno. Por suerte para muchos de estos afectados, y para desgracia de los desafortunados habitantes de nuestro país, las aguas vuelven a su cauce. El tema vasco está en el punto en el punto de mira de sus siempre dispuestas armas ofensivas. No se puede decir que este asunto ocupe las mentes de aquellos sabios hispanos, porque carecen de desarrollo intelectual como para que digamos que disponen de esa psiche (o alma) de la que se preocuparon los grandes pensadores griegos. Más de uno estará pensando que las anteriores palabras tiene un marcado signo ofensivo. Y en efecto así es. Realmente son ofensivas si así se considera la caricaturización que se puede hacer de los mortales por medio de descripciones lin- güísticas. Estos que han sido ahora caricaturizados que piensen que han sido ofendidos en nombre de la tan preciada libertad de expresión; en nombre de esa misma libertad de expresión que ellos defienden para humillar a amplias comunidades religiosas con una creencia totalmente distinta a la preconizada por los ahora ofendidos. La misma libertad de expresión que no fue reivindicada por estos mismos personajes cuando se negó el pan y la sal a más de un medio de comunicación vasco. La misma libertad de expresión que alegan hoy Aznar, Rajoy, Acebes o Zaplana, siendo estos mismos quienes se envalentonaban no hace mucho hablando de sus arrestos para cerrar medios de comunicación. ¿Qué tipo de ofensas no podríamos hacer, en aplicación de esa misma libertad de expresión y del carácter reivindicativo de la caricatura, a todos estos personajes que manifiestan una extraña devoción a un derecho que hasta hoy parecían desconocer? Cada vez que alguno de estos miembros del movimiento popular expresa públicamente su rechazo a la unión matrimonial de los homosexuales, el necesario mantenimiento de la indisoluble unidad del archivo de Salamanca, la falta de solidaridad de quienes proponen la modificación del Estatuto de Cataluña, el de- recho de la Iglesia a seguir «penetrando» en la educación pública, o a señalar como terrorista a todo aquel que, dentro del orden racional de las cosas, proponga una salida negociada al conflicto vasco-español, resulta enormemente fácil volver al recuerdo de otros tiempos en los que la unidad patria era intocable, el país de todos los españoles debía ser decididamente católico y apostólico, la única lengua reconocida y reconocible en muchos kilómetros cuadrados debiera ser el castellano y las prácticas sexuales no reconocidas debían ser además públicamente desconocidas o públicamente castigadas. Ahora los socialdemócratas en el poder han empezado a señalar los fraudes, mentiras y engaños constantes en los que caen los «trogloditas» populares cada vez que hacen acto de presencia en los media y en las instituciones (lo de trogloditas no es una ofensa, es tan sólo una caricatura, nada más que un ejercicio desinteresado de la libertad de expresión). Antes, cuando sus tropelías se contaban por centenares o por millares, cuando sus excesos políticos y sus recomendaciones jurídicas extendieron durante al menos ocho años un manto de silencio y temor, o de terror fundamentalmente sobre los que han padecido directamente la estrategia represiva de sus políticas, como los acusados del caso 18/98, esos mismos socialdemócratas o bien aplaudían con pasión los excesos cometidos por los populares, o bien los respaldaban sin fisuras. Por suerte para estos representantes del PSOE el largo brazo de la Audiencia Nacional no les atrapará. Estos últimos fueron quienes propusieran ese infame Pacto por las Libertades y contra el Terrorismo, sobre cuyo fundamento se articula esa no menos infame Ley de Partidos Políticos. Con la ley en la mano hace mucho tiempo que los intolerantes del movimiento popular debieran haber sido ya ilegalizados. El sentido común recomienda que dicha ley sea derogada, que dicho pacto sea definitivamente archivado y que, frente a las proclamas catastrofistas de los populistas, la vía negociada para la solución del conflicto vasco-hispano sea única y definitiva. Y esto último sí es realmente un ejercicio de libertad de expresión. -
|