Félix Placer Ugarte - Profesor en la Facultad de Teología de Gasteiz
Evolución y teología
En su reciente viaje a Baviera, Benedicto XVI, ante numerosos participantes en una eucaristía y luego en un esperado discurso, ha querido sentar las bases del diálogo entre culturas y religiones, proponiendo una nueva relación entre fe y razón. Algunas de sus afirmaciones han levantado la sospecha en los medios de una directa oposición contra la teoría de la evolución tachándola de irracional, precisamente en una época en la que la ideología creacionista y la lectura literal de los relatos bíblicos del origen del universo y de la especie humana están alcanzando notable extensión en Estados Unidos y en Europa. El mismo Papa reunía hace unas semana a filósofos, científicos y teólogos para reflexionar sobre el llamado intelligent design (diseño inteligente), desde la asumida aunque no siempre coherente actitud de la Iglesia del respeto a la autonomía de las ciencias, afirmada ya por el concilio Vaticano II. De la lectura tanto del discurso como de la homilía se deduce que el Papa no ha pretendido desacreditar la evolución como explicación científica del origen de la especie humana y desarrollo del universo. Afirmaba los «aspectos positivos de la modernidad que deben ser conocidos sin reservas, agradeciendo las maravillosas posibilidades que ha abierto para la humanidad y para su progreso desde una ética científica obediente a la verdad». Su intención, decía, no es el reduccionismo o la crítica negativa, sino ampliar nuestro concepto de razón y su aplicación, aunque advertía sobre «los peligros que emergen de estas posibilidades y la necesidad de superarlas por medio de un avance conjunto de la razón y la fe de un modo nuevo». En este punto Benedicto XVI advertía sobre la razón positivista occidental y las formas de la filosofía basadas en ella como universalmente válidas. A este aspecto se refirió más concretamente tachando de «irracional» la teoría de la evolución que «produce extrañamente un cosmos ordenado matemáticamente, al igual que el hombre y su razón. Esta última, sin embargo, no sería más que un resultado casual de la evolución y, por tanto, en definitiva, también irrazonable». En la afirmaciones de estos discursos subyace la preocupación por el ateísmo al que conducen determinadas teorías científicas presentadas como norma suprema y definitiva de verdad. En sí misma considerada, tal como la propusieron J.B. Lamarck y Ch. Darwin, y desarrollada por la comunidad científica, la evolución de las especies y del cosmos comprueba de forma empírico-matemática el origen del universo y su continua expansión a partir del llamado evento Big-Bang. Sucesivas investigaciones y descubrimientos científicos en los campos de la astronomía, de la física, de la geolo-gía, de la biogenética han llevado a una importante y decisiva convicción de un único proceso evolutivo o coevolución que vincula organismos vivos y entorno en un proceso complejo, interrelacionado y mutuamente dependiente. Entre la múltiples interpretaciones de la evolución, dos aspectos claves han quedado subrayados y reconocidos por los avances científicos actuales. Todo es vida y la vida es un proceso de cognición cuyo culmen es la persona en su lenguaje, en su pensamiento y conciencia que evoluciona en un constante avance autodeterminado dentro de una compleja trama interdependiente y relacionada hacia la novedad creativa. Tales descubrimientos han llevado a la convicción ética de que no somos dueños de la tierra ni del cosmos; tampoco somos sujetos sometidos al azar y menos a poderes deterministas. Debemos construir creativamente un futuro de colaboración, solidario y eticobiocéntrico, de respeto a la vida en la que hemos sido engendrados para vivir y evolucionar entrelazados ecológicamente. Desde esta concepción evolutiva queda evidentemente descartada toda ideología fundamentalista de creacionismo ingenuo que, basada en una lectura literal de los relatos del Génesis, afirma que todo fue directamente creado por Dios. Es importante recordar al respecto que esos relatos míticos son la expresión de la experiencia liberadora de la esclavitud de los hebreos bajo el imperio egipcio, que generó en aquel pueblo el convencimiento y fe en un Dios soberano, dueño y creador de todo. De todas formas, ante los descubrimientos científicos actuales cabe preguntarse: ¿Todo acaba aquí? ¿No hay otras preguntas posibles? E. Morin, recordando nuestro enraizamiento cósmico, racional y científicamente innegable, reconoce que desde la emergencia humana se plantea la pregunta de quiénes somos, inseparable de otras: dónde estamos y hacia dónde vamos. Su posición agnóstica le lleva a confesar su escepticismo ante la afirmación de que la aventura cósmica esté animada por algún designio providencial que la guíe a la salvación final. Sin embargo, la razón no acaba en sí misma. Einstein se reconocía «profundamente religioso en esa experiencia de lo misterioso que descubría como cuna del arte y de la ciencia». Por eso, al alcanzar determinadas cimas científicas que nos demuestran que la evolución de la materia-espacio-tiempo comenzó en el Big-Bang, nos envuelve el interrogante: ¿qué había antes? Pero la pregunta así formulada no tiene sentido, ya que no había un «antes», puesto que el tiempo es parte de la evolución. Por eso, en este punto el espíritu humano se asoma al misterio. Para unos estamos ante lo irreconocible e inabordable. Otros reconocen de modos múltiples otra realidad con nombres muy diversos: Ortzi, Jahveh, Zeus, Jainkoa, Ala, Dios... Desde su fe e investigaciones paleontológicas, Teilhard de Chardin llegó a una atrayente síntesis entre evolución y Dios; el proceso evolutivo es un proceso de la humanidad hacia la plenitud humana cósmica o punto Omega y, por tanto, compromiso de esperanza para seguir construyendo la tierra en armonía con toda la creación. El discurso del Papa invitaba, creo, a no quedarse en la sola racionalidad científica, sino a abrirse a la experiencia del misterio y a una reflexión dialogada entre ciencia y teología. En definitiva, reconocer a Dios no es oponerse a la racionalidad y verdad de las investigaciones científicas. Afirmando y valorando sus descubrimientos de los procesos evolutivos religantes y holísticos, la fe y la teología liberadoras afirman la vida, en especial para quienes están más explotados y marginados, como centro del cuidado ecológico; deben ser los preferidos y más atendidos para un proceso evolutivo armónico. Defienden al hombre-mujer creadores y sus respectivos pueblos y religiones sin depen- dencias ni fanatismos, sin falsas jerarquías, contra todo darwinismo social neoliberal. Propugnan una ética de fidelidad biocéntrica y liberadora donde Dios está presente y sigue actuando y animando con su Espíritu la justicia, el respeto mutuo, la solidaridad, el amor... Desde nuestro origen y procesos evolutivos, como mujeres-hombres creativos y autopoiéticos, desde los valores de la realidad humana, a toda persona, a su pensamiento, a su reflexión, a su conciencia y corazón se nos propone, en última instancia, descubrir la fecundidad y misterio de una humanidad y de un cosmos abiertos a un diálogo infinito y trascendente. -
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