Pablo Antoñana - Escritor
Curiosidades
Me piden que me ponga las lentes de ver las cosas color de rosa, como si con ello la visión del entorno fuese a mejorar, y lo oído y leído a prestes y políticos iba a ser apacible y risueño. Lo mismo digo de las emisoras de radio que parecen patio de vecinos, se pierden en trifulcas, pervierten el lenguaje hasta convertirlo en gritos y, a este paso, en regreso a la oscuridad de la selva, serán gruñidos de bestia acosada. La crispación, lo visceral cultivados, con esmero. Gentes obligadas por el precepto de «Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad» hacen oídos sordos, claman venganza, en desmentido y renuncia brutal de sus creencias, si es que las tienen. Me produce asco y miedo y al mismo tiempo pregunto, sacando mi vocación dormida de cura de pueblo, de qué ha servido el que hace dos mil años se escribiesen las enseñanzas del «pálido profeta de Galilea». No, al parecer, para apaciguar los instintos de animal selvático que cada hombre lleva en su entraña. Es que el lenguaje está contaminado por palabras que hace tiempo debieran haber sido borradas del diccionario y sin embargo siguen vivas: odio, rencor, venganza, «el que la hace que la pague». Las liturgias, los protocolos, la cáscara tiene más relumbre que el grano. Concluyo este exordio, estremecido por los sucesos que me dañan en estos momentos en que escribo, y paso a curiosear un poco en el pasado, y donde creo encontrar el cimiento, las tripas de nuestra historia, que se repite como maldición inexorable. Aquí las muestras.
Uno. A principios del siglo XVI, había en América 80 millones de indios. Mediado el siglo, quedaron sólo 10 millones. En Méjico de 23 millones en 1519, había en 1593 1 millón 500 mil. En los años que le siguieron se establecieron dos normas de sometimiento de indios, a) el requerimiento y b) la encomienda. Con el requerimiento se juntaba a los indios y se les leía en latín o castellano, idiomas para ellos extraños, escritos en los que se les pedía que aceptasen lo que allí se decía y entonces enseñarles la doctrina cristiana. Si no aceptaban pasaban a tener consideración de esclavos. La encomienda consistía en repartirse, entre los cristianos, a la gente vencida. A cada cristiano le correspondía un lote de «mancebos, mujeres y niños», para su adoctrinamiento en la fe católica y trabajar para el encomendero. «Había en cada pueblo un verdugo cruel al que llaman estanciero que tiene a los encomendados bajo su mano y les hace trabajar y todo cuanto quiere el encomendero» (Bartolomé de las Casas).
Dos. Copia extractada de un Auto de fe. Ocurrió en 1680. «Vinieron doce hombres y mujeres, con cuerdas alrededor de sus cuellos y velas en sus manos, con caperuzas de cartón de tres pies de altura, en las cuales se había escrito sus delitos. Iban seguidos por otros cincuenta que también llevaban velas en sus manos, vestidos con un sambenito amarillo o una casaca verde sin mangas. Seguidamente venían veinte delincuentes más, de ambos sexos que habían reincidido tres veces en sus antiguos errores y eran condenados a las llamas. Los que habían dado algunas muestras de arrepentimiento serían estrangulados antes de ser quemados, los otros por haber per- sistido en su error eran quemados vivos. Estos llevaban sambenito de tela en los que había pintados demonios y llamas. Cinco o seis, que eran más obstinados, iban amordazados para impedir que profirieran frases de doctrinas blasfemas. Luego vino el Gran Inquisidor vestido de púrpura y comenzó la celebración de la misa. Hacia las doce comenzó a leerse la sentencia a los condenados. La ceremonia duró hasta las nueve de la noche y los que iban a ser quemados se entregaron al brazo secular. Los metieron en una jaula y, montados sobre asnos, sacados fuera de la ciudad y a las doce de la noche ejecutados».
La última ejecución tras auto de fe fue la de Cayetano Ripoll, el cual, prisionero en Francia cuando la guerra de la Independencia, «guerra de España», para los franceses, se convirtió al «deísmo». Volvió de maestro a Valencia. Alguien le denunció porque no llevaba a misa a sus alumnos, porque no salía a saludar el paso del Santo Viático, porque a sus alumnos les enseñaba «alabado sea Dios» en lugar de «Ave María Purísima». Juzgado por el santo tribunal, fue condenado a muerte en la hoguera, aunque se le ejecutó en la horca, pero colocando a sus pies un barril con un lienzo en que figuraban demonios y llamas. Fue el 15 de julio de 1826.
Tres. En 1750, la Corona de Castilla se componía así: un millón de personas improductivas; 402.059 nobles, de éstos 119 grandes de España, 335 grandes de Castilla afincados en la corte, latifundistas desde la recon- quista, en Extremadura y Andalucía. 480.000 hidalgos no trabajadores, subsistiendo de rentas, cargos honoríficos, empleos vitalicios. El Honrado Concejo de la Mesta poseía 12 millones de hectáreas. El clero lo formaban 170.000 miembros, poseía jurisdicción sobre siete ciudades, 295 villas, 3.949 lugares y tenía en propiedad cerca de 6 millones de hectáreas. De 42 millones de hectáreas productivas, 30 millones pertenecían a «manos muertas», no podían transmitirse.
Cuatro. En los tiempos en que convivieron las tres religiones, en ejercicio el tribunal del Santo Oficio daba instrucciones para conocer la práctica de la herejía, que hoy parecen relatos fantásticos. Los conversos del judaísmo, «pérfidos judíos» padecían el recelo y desconfianza de los familiares de la Inquisición, estaban sometidos a espionaje y denuncia. No bastaba con que expusiesen, como prueba, en alarde intencionado y ostentoso, los costillares, y tasajos de tocino en la ventana. Se les pesquisaba si iban a misa, si tenían trato con judíos, si evitaban trato con cristianos, si comían carne en viernes, si trabajaban en sus casas los domingos y fiestas de guardar. Aunque algún teólogo comprensivo sostenía que «no todos los estómagos, soportan las carnes fuertes, y algunas bebidas», por lo que a un judío converso que nunca ha comido ciertos manjares le cuesta acostumbrarse, pero otra cosa sería que los hijos y nietos de éste se abstuvieran, lo que querría decir observar respeto y reverencia a la «secta satánica judaica». Y a los sorprendidos en herejía, y a quienes les den cobijo, sus casas y las vecinas, serán demolidas, y «no podrán ser reconstruidas en el mismo solar», se apropiará el «fisco eclesiástico» de todas las piedras, escombros y cimientos. Se cubrirá el solar con sal para que sea siempre estéril y en él se alzará una estela en la que conste el nombre del dueño, la sentencia y la fecha en que fue ejecutada.
Qué cosas, quién iba a decir que los judíos del Estado de Israel, sufridores de esta pena, la copiarían de sus encarnizados enemigos con el pueblo palestino.
Podría seguir recopilando materiales que han construido la sociedad en la que estamos insertos, pero lo dejo para otro día. -
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