Giordano Bruno, la Iglesia y el proceso de paz
Giordano Bruno fue quemado por sentencia de la Inquisición romana. Excomulgado por hereje, fue encarcelado y torturado mientras se «preparaba" su juicio En Euskal Herria no se quema a nadie en la hoguera, pero se aplican leyes injustas, diseñadas para perseguir, prender, torturar y encarcelar a los independentistas vascos
Juan Mari Eskubi Arroyo
El 17 de febrero de 1600, por sentencia del Tribunal de la Santa Inquisición romana, fue quemado vivo en el Campo de las Flores de Roma Giordano Bruno, filósofo renacentista, matemático y poeta. Excomulgado por hereje, en 1592 fue encarcelado y torturado durante ocho años mientras se «preparaba» el juicio. Bruno es considerado precursor de la filosofía moderna y símbolo de la libertad de pensamiento frente a la intolerancia dogmática de la Iglesia. Según él, «las religiones no son más que un conjunto de supersticiones útiles para mantener bajo control a los pueblos ignorantes».
Respecto a la ejecución de Bruno, monseñor Fisichella, obispo auxiliar de Roma dijo: «Es justo reconocer que una relación demasiado estrecha con la sociedad de la época alejó a la Iglesia de la primacía del amor y de la misericordia, y del justo reconocimiento de la libertad. Cuando la Iglesia se alineó con las estructuras civiles y copió sus formas, experimentó aquello por lo que hoy debe pedir perdón. (...) Recordar el caso Giordano Bruno obliga, por tanto, a purificar la memoria creyente de un pecado grande que fue cometido violando el mandamiento divino. Bruno no puede ser rehabilitado como pensador católico, pues simplemente su pensamiento no lo era: desde el inicio negaba el dogma de la Trinidad. (...) Todos, creyentes o no, católicos o laicos, nos guste o no, tenemos una deuda con el pasado y todos, en lo bueno y en lo malo, estamos comprometidos con él».
Aprovechando la veracidad de algunas de estas manifestaciones, recuerdo que en el genocidio franquista de 1936, la Iglesia católica se alejó «del amor y de la misericordia» al aliarse con los sublevados contra la legitimidad republicana, que con armas poderosas y la ayuda de militares alemanes, italianos y marroquíes, iniciaron una guerra fratricida, causando cientos de miles de muertos en los frentes y en bombardeos de pueblos pacíficos, Gernika, Otxandio, Durango... además de asesinar en cunetas y paredones a miles de civiles por declararse antifascistas o partidarios del laicismo, del marxismo, del socialismo, de la autonomía o de la independencia... La Iglesia católica, aunque no sólo ella, mantiene una deuda inmensurable con las víctimas de aquella masacre, que no se puede saldar pidiendo perdón a Dios. Las consecuencias de la guerra y de la represión posterior perduran. Los principios que inspiraron el alzamiento fascista emponzoñan cada una de las pastorales que emite la Conferencia Episcopal española sobre el nacionalismo vasco, en especial cuando éste reclama el derecho de autodeterminación para Euskal Herria. Los obispos se esfuerzan en defender, envuelta en moralinas, la «sacrosanta» unidad del reino de España, impuesta a sangre y fuego -y bajo palio- por Franco y que la Constitución de 1978 encomienda a las Fuerzas Armadas.
El nacionalcatolicismo español es uno de los principales agentes causantes del conflicto histórico/político que angustia a Euskal Herria, por lo que la Iglesia católica debe participar en su resolución, utilizando su indiscutible capacidad de persuasión no coactiva. El 3 de febrero monseñor Blázquez dijo que: «las víctimas tienen derecho a ser resarcidas con justicia en la medida de lo posible; a que se les pida perdón...». Seis meses antes aconsejaba «reconocer el mal causado». Pues manos a la obra, monseñor.
En Euskal Herria ahora no se quema a nadie en la hoguera, pero se aplican leyes injustas, diseñadas y promulgadas para perseguir, prender, torturar, condenar y encarcelar, mediante tribunales de excepción, a los independentistas vascos en prisiones lejanas, con una política penitenciaria inhumana que agrava la reclusión. Esas leyes excluyen del autodenominado régimen «democrático» a la representación del nacionalismo vasco consecuente. El entramado de leyes es incompatible con el desarrollo democrático del proceso de paz. La entrega de jóvenes vascos a la «justicia» española por el tripartito de Gasteiz es un dramático ejemplo de colaboracionismo. La doblez, la mentira, la hipocresía, el egoísmo, se han adueñado de los políticos, centrales y autonómicos. Para ciertos prójimos cercanos el objetivo es derrotar a ETA, sin querer entender que si no se actúa sobre las raíces del conflicto no será posible resolverlo.
Deseo, junto con otros muchos vascos, que las negociaciones concluyan con un acuerdo definitivo de paz, libertad y democracia para Euskal Herria, no con una reedición del nefasto «abrazo de Bergara» de 1839.