Pablo Antoñana Escritor
De la guerra
Me incita a manejar la materia de la guerra, mi obcecada obsesión, haber visto «Diamante de Sangre», que provoca un cataclismo en la conciencia. Quizá sea desasosiego de pocos lo que nos hace decir que cualquier tiempo pasado fue mejor. O al menos el mundo que nos contaron quienes tuvieron interés en que las cosas fuesen siempre como fueron, inmodificables, el orden perfecto de la creación. Pero la descripción brutal del horror de Sierra Leona, el diamante de sangre, desmiente eso de la civilización judeocristiana, trasplantada a la selva por misioneros metodistas y católicos. Les suministramos nuestras corruptas instituciones, nuestros odios, encendimos guerras donde hay minas de fosfato, diamantes, maderas o petróleo. Les quitamos sus ingenuas creencias en dioses ocultos en el hueco de los árboles o en lo profundo de la tierra, tan buenas o malas como las nuestras, les dimos, a precio de oro, fusiles sofisticados, tanques y bombas racimo, para que se exterminasen los dos bandos combatientes. Y, Biblia en mano, vimos sin asombro la sangre, las cabezas cortadas mostradas como trofeo sobre una mesita, que fue petitoria de capilla cristiana, pues les dimos los fusiles, como juguetes, a los niños soldados, para que matasen a sangre fría, pues ahí estaba el negocio. Y el negocio es el negocio. Contemplada, aunque sea en versión de las sombras movedizas del cinematógrafo, la brutal matanza y horror ofrecida en la película, pudiera confundirnos y hacernos creer lo de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Quizá sí, quién sabe, sólo que en ese tiempo de guerras de conquista o de cosechar almas para el cielo no había corresponsales de guerra, ni un Kapuscinki debelador, relatores del suceso en el instante que ocurría y preguntándose el por qué. Sólo había canciones de gesta, exaltando la muerte por el honor, y otras zarandajas, batallas cantadas y contadas por los vencedores, ahogada la voz de los vencidos, versión manipulada de los cátaros, los «Bons Homes», matados a sangre y fuego, como bichos, en el castillo de Montsegur. Los libros de historia, escritos a conveniencia, glorificadas las victorias, ocultadas las derrotas. Leer periódicos, oír emisoras, ver televisión, saber que la noticia pasó antes por el tamiz de mil espesos filtros de oficina militar, suministrada a escondidas, según, estoy ya convencido de nada, la duda se me hace convicción, y si no hay más remedio que creer en lo que nos obligan, coacción vieja, pues a creer.
Así las treinta y tantas iglesias y conventos, museos de oro y piedras preciosas que tiene Cuzco, fueron alzadas para dar gracias al Señor por los beneficios obtenidos por los conquistadores, dueños de minas y haciendas. Ocultan la aportación, en sangre y dolor, de los inditos, bautizados a la fuerza, y en idioma castellano, sujetos al pavor ocasionado por la gente de un Piérola, oriundo de Otiñano, en la Berrueza,de cruel recuerdo.
Los cronistas de Indias, en relatos casi mágicos, algo nos dicen de cómo fue aquello, cómo los ejércitos castellanos en combate, en caballos, cegados por el sol pegado en fulgentes escamas en sus armaduras, cuyo efecto óptico, en su ingenua ignorancia, convertía a los soldados en implacables divinidades pálidas. Tiempo heroico, en el que el grito de «Santiago Matamoros», que daba victorias a los ejércitos cristianos, ahora, en traducción mimética, se hizo «Santiago Mata Quechuas», pues no había moros que expulsar, ni judaizantes que quemar en la hoguera. Nada se cuenta de los indios sometidos y explotados en minas a cielo abierto, que beneficiaban el oro y la plata, para las arcas del rey. Eran historias magnificadas, con exaltación en los libros escolares de nuestra infancia, cuando el nacional catolicismo y poco o nada se nos dijo del desastre de Anual, el ejército español derrotado por Abd El Krim, el general Silvestre todavía no encontrado, ni de la crueldad de las fotos de cabezas de moritos enganchadas a la punta de la bayoneta del Máuser, los cadáveres sin enterrar, quemados por el sol, picoteados por aves carroñeras.
No fue mejor aquel tiempo, no es bueno éste. Desde que nací he recorrido un largo camino de horrores y carnicerías que me han marcado, la guerra se ha institucionalizado, Bush no inventó la «guerra preventiva» pues ya está prescrita en la Summa Moral, que guardo, a la que le falta la primera hoja y sólo consta el año de su impresión (1784). Copio: «si la guerra es defensiva es cosa llana, pues es derecho natural, si es agresiva también es lícita porque lícito es al príncipe desenvainar (sic) la espada contra los malhechores y maliciosos de su república... y con las debidas condiciones, es pecado mortal dexarla (sic)». Así que aplicando esa doctrina a las matanzas de Irak, Afganistán, Palestina, Sudán, Chechenia... justificadas según esa doctrina cristiana que aplica sin escrúpulos el metodista Bush. Y Clausewitz: «la guerra otra forma de diplomacia» (Clausewitz). La guerra ahora estudiada con rigor científico, las armas investigadas en laboratorios, los soldados de fortuna equipados como insectos malignos entrenados para el oficio de asesinar («La chaqueta metálica») para los que la muerte es un divertimiento, los generales en sus despachos con aire acondicionado, coca-cola y güisqui, deliberando a sangre fría, entre cartabones, croquis de campaña, bigoteras y ventilador de aspas, cómo se extermina, desde el aire con helicópteros Tomahawk, más racionalmente al enemigo: hombres, mujeres, niños despavoridos, que se convierten en daños colaterales. Y no habrá tribunal internacional, en la Haya o donde sea, que juzgue y condene a cárcel o cadalso a estos matarifes condecorados. Por matar un hombre, los jueces echan veinte años de prisión, por asesinar a miles, al contrario, se condecora, ascienden en el escalafón, si mueren les dedican calles y plazas y figuran en los textos escolares. Qué suerte la de quienes no tienen patria.
Poca mudanza, el mismo cornetín de órdenes, el tambor, los himnos militares, las arengas, las banderas, el mismo alcohol distribuido generosamente para crear héroes, soldados-monstruo, autómatas.
Y, con la única fe que da la duda, se me ocurre pensar que los animales no hacen guerras, y que el hombre no está hecho a imagen y semejanza de Dios, del que todavía carecemos de biografía auténtica, que los humanos somos inhumanos, y que las religiones positivas no han conseguido todavía crear ese inocente ser del que habla el Génesis. Y hasta han glorificado la guerra.