Unai Sordo Responsable de CCOO de Bizkaia
Euskadi, paraíso liberal
Con una presión tributaria por debajo de la de nuestro entorno, se alude a la rebaja del Impuesto de Sociedades como imperiosa necesidad para mejorar la competitividad de las empresas vascas
Tengo para mí que si Adam Smith levantase la cabeza y fuera obligado a participar de las instituciones de algún lugar del mundo, terminaría en este este país ejerciendo de consejero, diputado foral o algo así. Y es que es difícil pensar en un lugar en el que se tenga más asumido en lo económico el slogan liberal del laissez faire, laissez passer.
La última reforma del Impuesto de Sociedades es buena muestra. Con una presión tributaria por debajo de la de nuestro entorno económico, se alude a la rebaja como imperiosa necesidad para mejorar la competitividad de las empresas vascas. Se renuncia a recaudaciones potenciales (pese a que estemos igualmente por debajo en gasto social, por ejemplo), con la esperanza de que esa reducción de gastos en las arcas de las empresas redunde (se supone) en una bajada de precios que las haga más competitivas. Se deja de recaudar por tanto, y se pierden fondos para acometer mejores políticas públicas que podrían aplicarse, pongamos por caso, en la mejora de prestaciones sociales, que inciden en el consumo e incrementan la demanda, generan más actividad económica y empleo... pero no. Dejar hacer, dejar de recaudar, dicen nuestros gestores. Como no hay mal que por bien no venga, se supone que el incremento de competitividad de «nuestras» empresas se reflejaría en mejores resultados, fruto de los cuales los trabajadores podrían beneficiarse por otras vías de un reparto de riqueza más justo y que vigorice el consumo.
Es claro que para eso harán falta herramientas redistributivas (aparte de la tributaria, ya referida), y que en el ámbito sociolaboral son principalmente dos: Una es la negociación colectiva, la regulación de condiciones de trabajo que permite a los asalariados combinar espacios de ho- mogeneidad básica, limitando la dualización radical de condiciones que conlleva la absoluta libertad de mercado y la disputa de los incrementos de beneficios.
Y la otra es la regulación pública de parcelas o instituciones sociales que por su importancia estratégica en la reproducción viable del propio modelo social (educación y sanidad universales, regulación del mercado de trabajo...), o por su trascendencia como colchones de seguridad ante la exclusión (pensiones, prestaciones no contributivas), no pueden dejarse al albur de la oferta y la demanda.
Respecto a la Negociación Colectiva no ya Adam Smith, sino Milton Friedman y la escuela de Chicago en pleno (y hasta Rodrigo Rato), se pasarían por Euskadi para copiar un modelo patrocinado por el sindicalismo mayoritario y la patronal autóctona, destinado a debilitar los espacios sectoriales para trasladar las negociaciones a los ámbitos de empresa: pérdida de referencialidad de espacios colectivos que sirvan de red para los más débiles, individualización, segmentación del ámbito en el que ajustar oferta y demanda. Teniendo el 62% del empleo en la CAV en empresas con menos de 50 trabajadores, y entre ellas un 19% con 3 o menos contratados, la inmensa mayoría de estas empresas van a determinar sus condiciones salariales en función del «paternalismo empresarial» (en lúcida expresión de responsable de ELA). Vamos, que la OCDE va a fijar su sede en Berriz a poco tardar. Lo de la regulación pública, virtual. En el ámbito laboral, esto del diálogo es como las meigas: existir, existirá, pero no se sabe dónde. Ni mesas de diálogo, ni planes, ni liderazgo institucional, ni hablar hasta el amanecer... nada.
De las instituciones sociolaborales mejor ni hablar. El presidente de una (CRL) se vuelve a su despacho de abogados; dimisión en la prensa, cual hispánica folclórica con exclusiva, del presidente de otra (Hobetuz); y un tercer presidente planteando (con bienintencionado criterio) que ya que de su negociado no sale ni un dictamen, démosles difusión aunque no estén aprobados.
Total, que el Diálogo Social, la Concertación Social, los espacios de discusión entre agentes sociales, de búsqueda de mínimos comunes... embarrancados en una estrategia de descrédito institucional con mucho de coyuntura política, y a la que se apuntan con fervor tirios y troyanos. Resultado: no se dictamina, no se resuelve, no se influye.
Decía Adam Smith, en relación a su famosa mano invisible que guía a los mercados a la eficiencia, aquello de que «no es de la benevolencia del carnicero, cervecero o panadero de donde obtendremos nuestra cena, sino de su preocupación por sus propios intereses... que proviene de nuestra propensión a intercambiar una cosa por otra». No se imaginaba el economista y filósofo escocés el predicamento que iba a tener 200 años después en el país, paradójicamente, en el que nominalmente menos liberales se reconocen por metro cuadrado.