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Juan Mari Eskubi Arroyo Bilbo

La iglesia, la fiesta y la política

El 8 de abril, Pascua de Resurrección, los nacionalistas vascos celebramos nuestro Aberri Eguna, con luces y sombras, como siempre. Integrar política y religión por agrupaciones que se declaran aconfesionales y laicas es un desatino. Los fundamentalistas jelkides dicen: «Todo para Euzkadi y Euzkadi para Dios». El filósofo italiano Giordano Bruno, quemado en la hoguera por la Santa Inquisición en 1600, dejó escrito que «las religiones no son más que un conjunto de supersticiones útiles para mantener bajo control a los pueblos ignorantes». Pues eso.

No es cuestión baladí que la Iglesia Católica controle los festejos populares de Euskal Herria. En el Neolítico nuestros antepasados celebraban con alegres akelarres los solsticios y equinoccios, plenilunios y eclipses, éxitos en cacerías y recolecciones, victorias sobre tribus hostiles, sobrevivir a desastres naturales, nuevos hijos... A sus muertos los enterraban en lugares mágicos que señalaban con dólmenes y menhires. Miles de años después, la Iglesia se apropió de aquellas divertidas celebraciones, desnaturalizando su esencia histórico-cultural y quemando en la hoguera a los inocentes que bailaban, acusándolos de herejía. La Iglesia reforzó su tenebroso poder transformando los akelarres en romerías que recuerdan apariciones marianas, sucesos bíblicos, santos casamenteros... El protagonismo eclesial en las fiestas se ha aceptado como un hecho natural, inocuo, imprescindible, y no lo es. La Iglesia cerró el círculo de la manipulación edificando sobre los monumentos megalíticos, cruceros, humilladeros, viacrucis, ermitas, santuarios, basílicas, catedrales...

Cada paisano, a título personal, puede ir a misa, al rosario, a adoración nocturna, a rezar al templo, a la mezquita, a la sinagoga... la asistencia a los servicios religiosos de ciudadanos anónimos y de personajes es legítima, como también lo es que ofrezcan la txapela, el grabado, el exvoto de escayola, la camiseta o la bicicleta a la virgencita o al profeta de sus devociones. Pero no es lícita la presencia oficial en esos actos de responsables institucionales en calidad de tales y adornados con atributos y símbolos de su autoridad, porque someter el poder civil a la jurisdicción religiosa, reconociendo a ésta superioridad y tutelaje, constituye una aberración democrática. También lo es dedicar determinadas festividades religiosas a conmemorar eventos civiles.

Las instituciones vascas, que se declaran laicas, deben proteger el culto privado a cualquier divinidad, pero sin participar en él de forma oficial. Que las únicas campanas que suenen en Euskal Herria sean las que marcan las horas... y las que anuncien la paz.

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