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Nicola Lococo Filósofo

No me parece mal

En una pequeña y concurrida calle peatonal de Bilbao, entre bulliciosos bares y mobiliario urbano, contemplé una escena más propia de la remota memoria que de nuestros días, aquella en la que se ve a un nutrido grupo de infantes jugando al modo tradicional, pero a diferencia de entonces, en un terreno que ya no les pertenece y que se presenta hostil a sus andanzas y travesuras, entre vainas gigantes que circulan a su paso sin reparar en ellos, obras de todo tipo y voraces coches subidos a las aceras que les acogen. A duras penas, podían desarrollar su quehacer en el añejo «Un, dos, tres, carabimbombá», o en el otro, más difícil todavía, «Chorro-morro-pico- tallo-que», tarea que se antojaba harto difícil, debido a las amplias terrazas repletas de los pertinentes pertrechos, las entradas de los comercios y lo anteriormente descrito. Y es posible que les esté bien empleado a nuestro jóvenes el haber perdido la calle como lugar de esparcimiento... no merecen otra cosa, toda vez que la han despreciado en favor de la tele, internet y la videoconsola. A decir verdad, no me parece mal que los niños de hoy no puedan jugar en la calle, siempre, claro está, que puedan hacerlo en otro sitio, donde las condiciones indispensables para ello se lo permitan.

Si el niño no puede jugar en la calle, en algún sitio habrá de hacerlo, pues es en el juego donde durante la infancia se interiorizan las claves cívicas que en ulteriores etapas habrán de aplicar en la convivencia cotidiana con sus semejantes. Este sitio donde el niño juega se divierte y relaciona con sus compañeros, no es otro que el antaño centro de estudios, también denominado colegio. Es en el colegio donde el niño quema sus calorías como buenamente puede, en un recinto preparado para ello, cuales son los patios de recreo y las aulas donde ejecuta las distintas actividades lúdico-formativas. Mas como en cualquiera de los casos sean recintos de asfalto y hormigón, la natural necesidad de desfogarse en la libre mirada y con el enérgico músculo, tan propio de otras épocas, se ve sumamente mermada e insatisfecha, se ven empujados a prolongar sus ansias de juego en las propias aulas de estudio, donde se supone que debe aprender los conocimientos que habrán de prepararle académicamente para el futuro. De modo que difícilmente podrá concentrarse, estudiar y aprender, si en el aula está distraído con aquellos juegos que no puede desarrollar plenamente en su horario de recreo, y difícilmente los profesores podrán desarrollar su tarea docente con un alumnado tan inquieto y estresado que está más preocupado de chatear con el móvil que de atender a la aburrida pizarra. Y no me parece del todo mal que los niños jueguen y se diviertan en el aula, cuando no lo puedan hacer en la calle, siempre y cuando aprendan lo que precisan aprender en otro sitio.

Y ese sitio, que ya no es el colegio, la escuela o el instituto, no es ni más ni menos que la propia casa, donde nuestros jóvenes meten el mayor número de horas lectivas, que se han trasladado del centro escolar a la vivienda familiar. Como resulta que los niños en el colegio se relacionan más que estudian -prueba de ello es que la evaluación del profesorado versa más sobre la actitud del alumno que de su grado de conocimientos- los padres pasan a ocuparse de la tarea formativa de sus hijos y les ayudan a hacer los deberes, hasta altas horas de la noche, o bien, les meten a clases particulares, de modo que el tiempo y el espacio en el cual deberían trasmitirse los mínimos valores educativos de la persona, y las relaciones humanas entre padres, hijos y hermanos, se ven seriamente interferidas por tareas propias de la instrucción científica y académica, que no pueden desarrollarse ya en el centro de estudios, que es donde el niño juega lo que no puede jugar en la calle... dándose el caso extremo de que la misma se ve en ocasiones solapada por la relación profesor-alumno, como lo demuestra el hecho de que unos y otros hacen girar sus vidas, vacaciones, miedos y afectos en torno a las notas, exámenes, y demás realidad computable. Y sinceramente les digo que tampoco esto me parece mal, si dichos valores humanos, familiares y personales... la juventud puede absorberlos bajo otras formas que le ayuden para la relación social, que habrán de ejercitar en la etapa adulta. Y qué mejor sitio para ello que la propia calle.

Es en la calle donde nuestra prole aprende los valores propios que han de regirle en adelante y los aprende de su cuadrilla, de sus colegas y amigos que le enseñan cuanto debe saber sobre el sexo, las drogas, la solidaridad, la lealtad, la disciplina, la amistad, cosas que ya no hay tiempo para trasmitirle en su hogar, debido a que en el mismo han de desarrollar su carrera académica. Es imitando a sus amigos y tomando de ellos los ejemplos pertinentes, sus hábitos de conducta, sus héroes a admirar, etc... como nuestros hijos sobreviven afectivamente en nuestros días, no perdiendo detalle de cuanto ven y escuchan, según pasamos a su lado, mientras permanecen con auriculares en las orejas, móvil en mano, vaso de cerveza en la otra, apostados en los rellanos de los portales, subidos a los bancos con los pies donde deberían sentarse o agazapados entre los coches que les rodean, frente a los bares donde pasan la mayor parte de su tiempo libre. Y una vez más, debo decirles que de ningún modo esto me parece mal.

Y no me parece mal nada de cuanto les cuento, porque para que me pudiera parecer mal debería haber opción -una opción buena, se sobreentiende- pero dado que esto ya no parece tener remedio, prefiero asumirlo tal cual es, y prepararme moral y anímicamente para la venidera sociedad, que se está gestando.

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