Jon Odriozola Periodista
Neos y clásicos
Luego de un plan quinquenal y dos trienios, y sin dilucidar qué hacer conmigo mismo por no saber contemporizar con atmósferas católicas que interpretaban la vida en clave de premio y castigo calvinista, sin dídimos para finiquitarme, me encontré con un antiguo condiscípulo en la calle Askao de Bilbao.
-Aupa, tío (quise aparentar jovialidad), ¿cómo te va?, le pregunté antes de que él me lo preguntara a mí recordando que al mus siempre ganaba por la mano. El sujeto me abraza (no lo esperaba: yo no me ducho) y me dice: me va neosúper, pero vamos a celebrar nuestro posencuentro en aquel neocafeto y nos contamos neoperipecias posvitales. Lo siento, le digo: mi vida es más vieja que esta ría, me pesa decepcionarte. Don't worry, me dice, eres una víctima del neoliberalismo y la globalización y la última glaciación aunque hoy la moda es el calentamiento climático, que no saben cómo acojonarnos los apocalípticos... Le informo de que («dequeísmo» correcto) ignoro su neolengua orwelliana y no le conminé a que me hablara «en cristiano» por respeto a este periódico abertzale (Urkullu diría «radical», como si fuera un insulto) que llevaba ilustrándome el sobaco. Si lo prefieres hablamos en euskera. Me tiré ese moco sospechando que, como yo, tampoco sabría darle a la lengua nacional. Me dí cuenta de ello porque cambió bruscamente de tema para decirme que venía de le neomanifestación del Primero de Mayo (no dijo neomayo, menos mal) y que no me había visto. Le dije que tenía una resaca, un «aje», de caballo y los puentes dormía. Y eso era el 1º de Mayo: un puente.
Como no he pagado un vino en mi puta vida -invitar es invitar a que te inviten: cooperación simple, diría Marx-, aproveché para pedir otro carajillo -un clavo quita otro- que ahora, dijo mi etílica veteropersonalidad, pago yo, quécohone. Se agradece viejo neoamigo, dijo en flagrante oxímoron (palabro que yo puse de moda y hoy me «fusilan», perdonen la inmodestia), pero abona mi neoyo de mí-me-conmigo. Si no te importa, claro, añadió. Yo opiné en democracia así: Pttsss. A veces soy elocuente. Desde que disfruto de un neoyo soy otra pospersona, ¿no es envidiable?, dice. Y yo: Pschtt, nichtss, gññ (en mi neolengua). Tengo -ahora él- una «weltanschaung» sublime. Joder, le digo, haciéndome el paleto, ¿y eso duele? Jajajá, qué asno eres, ¿sigues siendo marxista? ¿Sigues con la funesta manía de pensar y llamar a las cosas por su nombre? ¿Ni siquiera eres «neomarxista»? ¿No sabes que ahora se lleva otro peinado, tontolaba? Oye, le digo, no insultes que te doy dos neohostias con sabor a posobleas ázimas sin crismar, eucarísticamente hablando.
No me dio tiempo a decirle que lo «neo» es un invento de la derecha «neocatólica» española de mediados del siglo XIX, de los otrora liberales Donoso Cortés, Cándido Nocedal (que acuñó, por cierto, el término «integrismo») o Navarro Villoslada. Luego se me apareció San Tasio de Sesma, un franciscano vocacional y apóstol, y nos fuimos de chufla posmoderna. Pasando de lo neo y lo pos: nosotros, ¡unos clásicos!