Con sólo dar un breve repaso a la programación televisiva, el espectador se sentirá plenamente identificado con el trasfondo temático que ha utilizado Tom Dicillo para poner en escena esta ácida crónica del escaparate rosa; lo cual siempre invita al recuerdo y reencuentro de aquellas noches romanas interminables compartidas por Marcello Mastroianni y su fiel fotógrafo Paparazzo. Curiosamente, tanto “La Dolce Vita” de Federico Fellini como “Delirious”, legan al espectador un poso de amargura y desencanto acorde con las miserias de un modelo de conducta artificioso en el cual las presas terminan por devorar al cazador. Los famosos, aupados a los titulares de la prensa y televisión del colorín, pasan fugazmente por este dinámico fresco de sensaciones cosmopolitas y DiCillo presta toda su atención en el recorrido vital y profesional de un gris paparazzi cuya nula condición para relacionarse con las rutilantes estrellas del momento a las que debe fotografiar, le obligará a contratar, por una módica pensión, los servicios de un joven sin-techo que suspira por convertirse en actor.
Evitada la gran y traicionera tentación que hubiera supuesto adentrase en las miserias que acompañan a la fama efímera y a sus criaturas, el autor de “Vivir rodando” ha delegado todo el peso de la acción en las espaldas del eterno vapuleado Steve Buscemi, cuya apariencia de moderno Buster Keaton se amolda a la perfección a las características del paparazzi de tercera fila y Pigmalión traicionado. La sola presencia cariacontecida de Buscemi justifica por completo el visionado de este trabajo elegante y equilibrado en el cual la risa se torna en mueca tragicómica.
Lejos de pontificar sobre un modelo de conducta, el realizador norteamericano se oculta entre las tramoyas de la pasarela de neón y esboza con puntillismo y sin estridencias los vericuetos dramáticos que conllevará una jugada fallida en la cual –y para deleite nuestro– el sacrificado es el siempre genial Buscemi.