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CRíTICA cine

«El niño de barro»

Mikel INSAUSTI

La historia real de Cayetano Santos Godino, conocido en el Buenos Aires de principios de siglo pasado como El Petiso Orejudo, es ya de por sí escalofriante, así que no necesita de demasiados aditamentos cinematográficos para sobrecoger al espectador. Por eso mismo es de agradecer que el gallego Jorge Algora no haya querido ir por el camino fácil para debutar en la ficción, y en ningún momento se conforma con narrar los hechos tal cual, sino que busca una perspectiva insólita al atrapar un pasado brutal que en condiciones normales nadie en su sano juicio querría remover.

Sin embargo, se hace obligado contrastar sucesos ocurridos hace casi cien años con la tendencia actual a creer que los infanticidios son un signo de los tiempos que corren. Nada de eso, tal como se encarga de subrayar el oportuno homenaje al clásico de Fritz Lang «M, el vampiro de Dusseldorff», que recuerda que el expresionismo alemán ya reflejó la figura del criminal de niños en toda su patética monstruosidad. Pero aquí el asesino no es un adulto sino un adolescente que empezó a matar a los diez años, por lo que sus víctimas eran todavía de menor edad y nunca pasaban de los seis años. Las extraordinarias circunstancias que rodean el caso lo convierten en digno de estudio, por más que cueste imaginar las motivaciones del autor de los crímenes para cometer semejantes atrocidades.

La ambientación histórica de «El niño de barro» ha sido trabajada en función del reflejo del entorno social donde se crió El Petiso Orejudo, que era el de la inmigración fuera de control llegada de todos los rincones del mundo, con un altísimo índice de miseria y de marginación. La mal organizada Policía era incapaz de escapar al entramado delictivo, del cual formaba parte bajo el imperio de la corrupción política, y, por no contar, no contaba ni con traductores. La violencia callejera hacía que la estampa de un adulto golpeando a un menor resultase normal a los ojos de los viandantes, y así se puede ver como el precoz asesino es maltratado por su patrón sin que nadie medie en su favor. El chico carecía de educación alguna y sólo entendía las cosas mediante el lenguaje de la fuerza bruta, sin haber desarrollado una conciencia moral que le permitiera calibrar la naturaleza perversa de sus acciones, las cuales mezclaban el placer sexual con el sadismo sangriento. Lo peor es que hubo quien quiso beneficiarse de la psicosis de miedo que creó inconscientemente y, como siempre, pagaron inocentes por culpables.

La originalidad de la recreación hecha por Jorge Algora la anuncia el sorprendente título de la película, cuando lo previsible es que hubiera sido el de «El Petiso Orejudo». En lugar de conceder el lógico protagonismo al asesino, demasiado elemental en su salvaje comportamiento para retratar la complejidad de la problemática circundante, opta por utilizar el punto de vista de una de sus víctimas, un niño que sobrevivió a uno de sus ataques y que quedó conectado mentalmente con el agresor a causa del fuerte trauma experimentado. Gracias a dicha subjetividad la visión de las torturas y matanzas adquiere una dimensión pesadillesca y surrealista, a la vez que permite una reconstrucción muy precisa de una cronología criminal que abarca seis años de total impunidad.

Dicen que los actores infantiles necesitaron ayuda psicológica durante el rodaje, y es de suponer que ninguno de ellos querrá volver a ver jamás ni de lejos las grandes orejas de Abel Ayala, después de su aterradora caracterización.

Ficha

Director: Jorge Algora.

Guión: Christian Busquier, Jorge Algora y Héctor Carré.

Intérpretes: Juan Ciancio, Abel Ayala, Maribel Verdú, Daniel Freire, Chete Lera, Sergio Boris, César Bordón, Óscar Alegre.

País: Argentina, 2007.

Duración: 103 m.

Género: Thriller.

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