Antonio Alvarez Solís Periodista
La olvidada obligación de honestidad
La decisión de la organización ETA de dar por finalizado el alto el fuego iniciado en marzo del pasado año es «desacertada», y las consecuencias de la misma deberían ser «muy meditadas» por esa organización, sostiene el autor. No obstante, opina que el problema fundamental a resolver no es ETA, y se muestra convencido de que en el Gobierno español «nunca ha existido la voluntad de conceder al pueblo vasco la capacidad real para resolver su problema nacional».
Euskal Herria no es sólo un aurresku de honor oficiado a veces en altares de conveniencia, no es una regata de traineras magnificadas por el clamor del relato, no es una romería gastronómica en día de Santo patrón, no es un concierto de txalaparta para recrear la montaña sonora, no es un roble en soledad junto a la historia cincelada en piedra, no es una paz inerte y entregada al dominador colonial.
Euskal Herria es fundamentalmente una nación donde se rinde homenaje con el baile del aurresku, dónde se cultiva la fraternidad en la romería junto al marmitako, en que se enciende la pasión en la regata, donde el roble está vivo y proyecta sombra caliente, en que la paz es activa y de construcción nacional, que quiere decir, ante todo, capacidad de decisión sobre el propio ser.
Euskal Herria es todo eso y no una exhibición de folklore para atracción de turistas ideológicos y beneficio de Madrid. Euskadi no necesita seducir a España, como trataron de hacer aquellos catalanes que, con la doctrina de Cambó en la mano, primero mediante la Lliga y hogaño con Convergencia, plantearon hace ya muchos años la vana tarea de conseguir la catalanización de España, como si España no durmiera su inalterable e impenetrable siesta a la sombra granítica y roma de los toros de Guisando, rumiantes en el Estado que hace cuentas con el trabajo de la periferia.
La Euskadi de quienes únicamente poseen la riqueza de su identidad, y no otros beneficios a la sombra de instituciones tantas veces maniatadas, es una Euskadi que no renuncia a la dignidad de pensar, a la libertad de pretender y a la decisión de sobrevivir honestamente como nación.
Es necesario tener claro todo esto para no olvidar la obligación de honestidad a que están obligados los que subidos a la cucaña de la letra legal de la Constitución pervertida han hecho de los pueblos sometidos un trasunto de maldad y violencia. Sí, no parece acertado que ETA retome las armas, pero no es ETA el problema esencial a resolver, la ecuación de la paz vacía.
Uno se pregunta al pie del doloroso comunicado de la organización armada vasca si alguna vez hubo en los gobernantes de Madrid, y sobre todo hoy en la mente del Sr. Zapatero -el gran falsificador de esperanzas-, la más mínima voluntad de conceder al pueblo vasco la capacidad real para resolver su problema nacional.
Seamos honestos en el análisis: nunca hubo esa voluntad. El Sr. Zapatero jugó con ella, la lució con menosprecio de toda razón -las cartas estuvieron siempre marcadas- para ganar la batalla del poder, en la que salió victorioso merced a la acción sangrienta de Atocha. Su poder se mantiene con ese hábil ejercicio de los ojos de las gambas, proyectados al aire para observar todo riesgo. Ojos giroscópicos, urgentes, que al tiempo que ven se ven a sí mismos. También Zapatero emborracha al oso Mitrofán para acertarle mortalmente.
A veces, ante este panorama, me pregunto si la sociedad padece únicamente la inmoralidad de sus dirigentes o si es la misma sociedad la que se ha vuelto inmoral. Pero apartemos el tema.
Seamos honestos y no hagamos de la razón un ruido. El Sr. Zapatero amortizó desde un principio la consulta a la ciudadanía vasca con la esperanza de que el obvio y renacido conflicto -¿qué otra cosa podía esperar de sus toscos malabarismos?- le sacara del pozo donde rugía la españolidad horneada por el PP, con el fin de alcanzar dos objetivos fundamentales para mantenerle en la Moncloa con el apoyo del españolismo vertical: lograr un Gobierno socialista o quisling en Gasteiz -con el oscuro apoyo de familias nacionalistas de aurresku y marmitako- y el posterior y ya cómodo machacamiento del nacionalismo radical. Por cierto, ¿por qué se moteja maliciosamente de radical al abertzalismo de izquierda, cuando todo nacionalismo, como aspirante al poder de la nación, es radical en su pretensión, que es la soberanía? ¿Qué entienden maliciosamente por radicalismo los que manejan la injuria?
Manipuló la situación el Sr. Zapatero hasta destruir el brote de paz que él mismo había regado con una retórica sólo válida para cazar incautos o para abastecer maniobras torpes y peligrosas. Otra vez repito: creo que ETA debería fomentar con política y sin pólvora el avance del nacionalismo que uno palpa siempre vivo en la calle.
A los pueblos, y hablemos ya en los términos utilitarios de Maquiavelo, puede fatigarles, al menos por un tiempo, la tensión bélica, tan fácil de atribuir siempre al adversario que opera frente a la institucionalidad corrompida. Pero hoy se trata de ver cómo han jugado los que han elegido blancas sobre el tablero de ajedrez. Al Sr. Zapatero le acucia recuperar una ciudadanía que se le escapa a chorros hacia el fascismo de la derecha secular española. ¡Qué mejor maniobra que introducir en ese queso los propios gusanos! Y así el Sr. Zapatero aprovechará la interrupción de la tregua para penetrar por la puerta trasera en el nunca muerto Pacto Antiterrorista y trastear a los «populares» en su terreno. «Yo también soy la vieja España», clamará el monclovita.
Zapatero ha de liquidar rápidamente su burda maniobra vasca. Seamos honestos: París bien vale una misa, como se atribuye al primer Borbón francés.
Yvolverán banderas victoriosas al paso alegre de la paz. Pero esa paz es demasiado compleja para lograrla con leyes adventicias, policía partidaria, jueces sin balanza y colaboradores cada vez más desnudos. La paz del estadista verdadero se hace sin uniformes y sin tribunales. Se hace con el material sutil de la razón, con el reconocimiento del otro, con la elegancia del juego limpio, con la generosidad de quien quiere legar un futuro y no prolongar un repugnante presente. La paz es hija de amores leales. La paz es la consecuencia del buen gobierno, no un calzador del zapato inservible.
Esperan a Euskadi días de zozobra. ETA debería de pensar muy minuciosamente en las consecuencias que pueden derivarse de los próximos días. Pero insisto en que hablar de ETA enconadamente sólo persigue encubrir a quien maneja desde la cumbre la mano del Bellido Dolfos español. Euskadi precisa de una gran política republicana que ya no pueden protagonizar muchos partidos que han quedado sin alma creíble. Un republicanismo que se base en dos principios esenciales: la auténtica soberanía de los ciudadanos y la verdadera capacidad de los pueblos para serlo. Desde ese republicanismo hablemos con honestidad.