Antonio Alvarez-Solís Periodista
El espectáculo deprimente
Sentarse en un ayuntamiento sobre la sombra del exonerado desde el poder ha de producir un radical efecto de ilegitimidad en quien ocupe ese escaño
Parece obvio que toda actuación pública ha de perseguir sobre todo un benéfico efecto moral sobre la ciudadanía. Este es el objetivo más noble y pacificador. Los pueblos son muy receptivos y sensibles a ese estímulo moral y poco afectos al sólo manejo hábil de las leyes. Decía Rousseau que «las leyes son siempre útiles a los que poseen y perjudican a los que no tienen nada».
La cita me ha parecido eficaz ante los inmorales obstáculos del acceso al poder municipal que se están registrando estos días en muchos lugares de Euskadi y Nafarroa. Es muy difícil que cualquier conciencia rectamente formada acepte como un hecho ético la negación de poder a decenas de candidatos que representan a casi doscientos mil ciudadanos. Un pueblo que presencia esa manipulación legal, tan burdamente exhibida además, ha de plagarse de emociones que no tienen nada que ver con la paz. Y no me refiero estrictamente a los abertzales de izquierda, a los que se ha herido con alevosía, sino a todos aquéllos que creen en la facultad creadora de la ciudadanía.
Sentarse en un ayuntamiento sobre la sombra del exonerado desde el poder ha de producir un radical efecto de ilegitimidad en quien ocupe ese escaño. Y ahí repito con el humanista francés que no me valen las leyes nacidas con subitez sospechosa en núcleos que hacen de la democracia un mecanismo que permite soslayar las esencias básicas de la honradez.
Resulta desolador coincidir con el juicio irónico de Joseph Schumpeter que hace de la democracia un simple «mecanismo para elegir y autorizar gobiernos y no un tipo de sociedad ni un conjunto de objetivos morales». Hay muchas maneras de fomentar la destrucción, aunque la más sobresaliente sea la de impedir la construcción. Quizá sea cierto que obtener crecientes renuncias al ejercicio del voto o malograr de alguna forma ese voto facilite un cierto orden cerrado dentro del que la democracia pueda acontecer sin libertad. En resumidas cuentas, unas democracia anóxica en la que la legitimidad sea previamente descrita como capacidad de determinados individuos o partidos.
Lo más grave de todo este desorbitado encadenamiento de limitaciones, expulsiones y falsificaciones es que se abona un campo muy peligroso por acumulación de frustraciones. Louis-Vicent Thomas pregunta en su libro sobre la descripción y formas de la muerte «si hay muerte más horrible que la de privar a un pueblo de su cultura, sus raíces y sus valores, negándoles por tanto el derecho a preservar su identidad». Al pie de la reflexión del gran tanatólogo me pregunto a mi vez si con la eliminación de toda una ideología y de sus representantes, en este caso la significativa de los abertzales de izquierda, no se está llamando al rayo.