Putin pone sobre la mesa la redefinición de las relaciones con la UE y Estados Unidos
La decisión del presidente Vladimir Putin de suspender la participación de Rusia en el Tratado de Fuerzas Convencionales en Europa (CFE, en sus siglas en inglés) provocó ayer un considerable revuelo en la mayoría de las capitales aliadas, aunque, a día de hoy, es sin duda excesivo hablar de un retorno a la Guerra Fría. Este tratado fue rubricado, precisamente, al final de la misma, concretamente en noviembre de 1990, un año después del inicio de la desintegración de la URSS. Los firmantes fueron los miembros de la OTAN y del Pacto de Varsovia. El CFE limita las fuerzas armadas y el armamento convencional -tanques, aviones de combate, artillería...- que se pueden desplegar en Europa (entendido en este caso del Atlántico a los Urales) y prevé una serie de medidas de confianza -anuncio previo de maniobras, inspecciones recíprocas de armamento...-. El tratado fue revisado en 1999, en parte a petición de Moscú, pero la OTAN nunca ratificó esa «actualización», y exigió como condición para hacerlo que Rusia retirara todas sus fuerzas militares de Georgia y Moldavia..
Explicado someramente el contenido del CFE, es necesario preguntarse qué significa realmente la decisión de Vladimir Putin de suspender la participación rusa en el mismo. Supone, sin lugar a dudas, una señal política hacia las potencias aliadas -política más que militar, puesto que el impacto práctico de la medida será limitado-, una señal, en cualquier caso, muy potente, y que probablemente alimentará aún más la histeria que todavía persiste en Occidente en relación con Rusia.
¿A quién va dirigida? Obviamente, a Estados Unidos y a la Alianza Atlántica, absolutamente controlada por Washington. Pero, muy especialmente, y ésto quizás sea lo más relevante, a la Unión Europea. Es cierto que George Bush le ha dado la excusa perfecta con sus planes cada vez más detallados de desplegar un escudo antimisiles limitado en Polonia y la República Checa -«oficialmente», éste sería el tema que ha desatado las «hostilidades»-, pero todo eso ocurre en territorio comunitario, y los intereses rusos conciernen cada vez más a nuestro ámbito territorial. Por otra parte, la reunión de emergencia convocada a mediados de junio para discutir precisamente esta cuestión concluyó sin avances.
¿Por qué ahora? Porque, además de estos dos temas mencionados en el punto anterior, sobre el tablero de las relaciones internacionales, ahora mismo hay al menos tres grandes cuestiones que definirán el futuro de la nueva correlación de fuerzas en el mundo (a la espera de que China, y quizás India, ganen más peso). En primer lugar, por lo inmediato, el futuro político de Kosovo: la decisión de Moscú respecto al CFE podría servir para calibrar hasta dónde está dispuesta a ir Rusia para bloquear determinadas iniciativas de Washington y de sus aliados. En segundo lugar, aún está pendiente de definir el margen de juego que tendrá la ONU en los próximos años. Y, en tercer lugar, aunque quizás el primero en importancia, la evolución del proceso de integración europeo y las relaciones de la UE con Rusia. La Unión Europea sigue absolutamente condicionada por Estados Unidos y la OTAN, que de hecho provocaron que las últimas ampliaciones comunitarias -hasta llegar a las fronteras rusas- se plasmaran antes de lo que la mayoría de estados europeos -los entonces Quince- deseaban. Además, siguen controlando, y frenando, una verdadera política exterior y de seguridad europea. Y existe, además, un cuarto factor relacionado con el tercero, con la Unión Europea: la enorme importancia de las reservas energéticas rusas -gas natural y petróleo- para la UE. Rusia lo sabe, y está utilizando ese as para dar un salto cualitativo en las relaciones entre vecinos, entre rusos -también europeos, al menos en parte, no lo olvidemos- y europeos.
¿Cuál es el objetivo de Putin? Parece obvio que, con la decisión de congelar su participación en el Tratado de Fuerzas Convencionales en Europa, Rusia está exigiendo ser tratada por Estados Unidos como su igual. Al igual que Washington congeló otro acuerdo clave en diciembre de 2001, el Tratado de Misiles Antibalísticos, Moscú está demostrando a Bush y compañía que ellos también se atreven a hacer cosas y a tomar decisiones en el nombre de los intereses «vitales» o «nacionales». Y, además, está diciendo a la UE que el futuro será más complicado y menos armonioso si insiste en seguir más o menos fielmente los dictados estadounidenses en cuestiones que afectan directamente a Europa.
Vladimir Putin, de hecho, está insistiendo en algo ya reiterado cada vez que se ha reunido el Consejo Rusia-OTAN, constitutido hace cinco años: Rusia no entiende -no acepta- el empeño de la Alianza en acercar sus estructuras militares a sus fronteras, y en cierto modo se siente engañada por los aliados, quienes, supuestamente, se habrían comprometido durante la primera etapa de la ampliación de la OTAN a no hacerlo.
Ahora, en la recta final -se supone- de su mandato, Putin busca fijar las pautas de la futura política exterior rusa, mucho más agresiva, apoyándose más que nunca en la capacidad disuasoria y negociadora de sus recursos naturales y, como siempre, de su poder nuclear. El tiempo dirá si esa renovación de la diplomacia rusa deviene en nuevos ámbitos de relaciones y acuerdos. De momento, ya ha servido para ocultar las autoritarias medidas adoptadas esta misma semana por Putin, muy en la línea post 11-S de George Bush.