Julián Arana
¿Patrimonio de la Iglesia? Lo que pensaban nuestros abuelos republicanos
No es mi intención trasladar al siglo XXI la literalidad de los contenidos de aquella ley, pero estoy de acuerdo con su espíritu: al pueblo lo que es del pueblo y a Dios lo que es de Dios Es necesaria una regulación justa que además de respetar las ideas y creencias de todos se responsabilice de la conservación del patrimonio histórico, cultural y religioso común
Estaba curioseando viejos libros de raída encuadernación, fechados en 1933, cuando por casualidad topé con una empolvada ley de jugosa actualidad: Ley de Confesiones y Congregaciones Religiosas.
No estamos en 1933 y el Estado español no es precisamente una república, pero la Historia, como decía aquél, sigue siendo maestra de la vida y creo que tras la lectura de dicha ley podemos sacar conclusiones interesantes. Primero leemos algunos de sus artículos y luego comentamos:
Ley de confesiones y congregaciones religiosas. Título tercero: Del régimen de bienes de las Confesiones Religiosas. Madrid, 17 de Mayo de 1933.
Art. 11. «Pertenecen a la propiedad pública nacional los templos de toda clase y sus edificios anexos, los palacios episcopales y casas rectorales, con sus huertas anexas, o no, seminarios, monasterios y demás edificaciones destinadas al culto católico o de sus ministros. La misma condición tendrán los muebles, ornamentos, imágenes, cuadros, vasos, joyas, telas y demás objetos de esta clase instalados en aquéllos y destinados expresa y permanentemente al culto católico...».
Art. 12. «Las cosas y derechos a que se refiere el artículo anterior seguirán destinados al mismo fin religioso del culto católico, a cuyo efecto continuarán en poder de la Iglesia católica para su conservación, administración y utilización según su naturaleza y destino. La Iglesia no podrá disponer de ellos y se limitará a emplearlos para el fin a que están adscritos».
Art. 15. «Tendrán el carácter de bienes de propiedad privada las cosas y derechos que, sin hallarse comprendidos entre los señalados en el artículo 11, sean considerados también como bienes eclesiásticos...»
Art. 16. «...No podrán ser cedidos en ningún caso los templos y edificios, los objetos preciosos ni los tesoros artísticos e históricos que se conserven en aquéllos al servicio del culto, de su esplendor o de su sostenimiento.
Estas cosas, aunque sean destinadas al culto, a tenor de lo dispuesto en el artículo 12, serán conservadas y sostenidas por el Estado como comprendidas en el Tesoro artístico nacional».
Art. 17. «Se declaran inalienables los bienes y objetos que constituyen el Tesoro artístico nacional, se hallen o no destinados al culto público, aunque pertenezcan a las entidades eclesiásticas.
Dichos objetos se guardarán en lugares de acceso público. Las autoridades eclesiásticas darán para su examen y estudio todas las facilidades compatibles con la seguridad de su custodia».
Art. 18. «...La Junta de conservación del Tesoro artístico nacional procederá a la inmediata catalogación de los objetos... que se hallen en poder de las entidades eclesiásticas, siendo estas responsables de las ocultaciones que hicieren, así como de la conservación de dicho tesoro...».
No es mi intención trasladar al siglo XXI la literalidad de los contenidos de dicha ley. Personalmente la tacho de centralista al no hablar nada de sus principales sujetos de derecho: los municipios o sus ayuntamientos y las comunidades autónomas. Sin embargo estoy absolutamente de acuerdo con su espíritu: al pueblo lo que es del pueblo y a Dios lo que es de Dios. Porque si hombres y mujeres sin distinción, con su trabajo y sus impuestos, con sangre y lágrimas milenarias, son los que han levantado iglesias y catedrales, labrado sus piedras, forjado el hierro de puertas y capillas, bordado sillerías, decorado vidrieras, esculpido imágenes, comprado joyas sagradas... ni Dios tiene fuerza moral para expropiárselo. En mi pueblo, Caparroso, el Ayuntamiento republicano fue precisamente el que en aquellos años de penuria primó en sus presupuestos tapiar y adecentar el recinto de la Virgen del Soto y, desde mi infancia, la aportación popular para su mantenimiento, sin color de creencias, continúa. Por ello, argumentar, como hacen los obispos, con «la secular tradición» para su indebida apropiación es engañar, así de claro.
No entiendo la fiebre desatada en la Iglesia por escriturar y acaparar. Máxime cuando se predica que Jesucristo vino al mundo a fundar un reino espiritual. Pero nada me sorprende al observar la falta de austeridad en la púrpura de sus dirigentes y la calculada descalificación que el Vaticano hace de esforzados apóstoles de la teología de la liberación por las trincheras del hambre. Con Benedicto XVI el Opus manda y el modelo de pobreza de la Obra es de sobra conocido.
Es necesaria una regulación justa que además de respetar las ideas y creencias de todos se responsabilice del mantenimiento y conservación del patrimonio histórico, cultural y religioso común. Soy pesimista en cuanto a que la jerarquía eclesiástica actual así lo entienda. Si por una simple e inocente asignatura de Educación para la Ciudadanía se rompen vestiduras de rebelión, ¿que no harían si aparece una ley con el espíritu de la de nuestros abuelos republicanos de 1933? Por su memoria y la de los que durante siglos defendieron el derecho de los pueblos, no nos dejemos.