Arnoldo Kraus
Frida Kahlo: el dolor como vida
Mucho se ha discutido acerca de si existen o no vínculos entre sufrimiento y arte, entre enfermedad y creación o entre la productividad de los artistas y los vaivenes de su estado anímico. Algunos estudiosos favorecen esas ideas; son muchos los libros y ensayos que aseguran que el dolor, particularmente el anímico, es musa y estímulo. Musa que puede transformarse en creación cuando la melancolía cede y cuando la tristeza amaina. Musa que abrasa cuando la persona transforma en color su dolor.
En algunas ocasiones el dolor abre la piel y perfora las almas. Quien se siente amenazado por el pathos comprende que algunas porciones de su esqueleto están ocupadas por otras formas de vida. Por otras lecturas que devienen escucha, vivencias y palabras distintas. Por otros sabores que reflejan glebas impensables. Que evidencian, al hablar a partir del dolor, entresijos inimaginables. Las miradas, desde el dolor, son incontables. Son una suerte de diván donde lo impensable transforma el sufrimiento en maestro y la reflexión en arte. El dolor puede generar una marea de sentimientos que siembra, que intranquiliza, que desvela. Algunos son planos, de otros brota sangre y no pocos presagian la muerte y la prisa por vivir. Todos laceran el viento.
El dolor físico, en cambio, no es buena madre para el arte. El dolor del cuerpo, de los huesos, del abdomen es enemigo de la libido. Mientras persiste, la paz no tiene cabida. En contra de quienes consideran que sí existen nexos entre arte y enfermedad, otros estudiosos aseguran que es la serendipia la que determina que algunos creadores enfermos se dediquen al arte por haber padecido alguna patología. Agregan que los incidentes de la vida diaria pueden tener el mismo peso que las enfermedades sobre la creación.
En Frida, los dolores físicos y del alma convivían. Ese «estado doloroso», ese «dolor de la vida», la acercó mucho a varios médicos, entre ellos Leo Eloesser, quien, como consta en sus cartas, no sólo era su querido doctorcito, sino un espacio imprescindible, donde todo cabía.
El dolor habla con el día, con la noche. Por sus venas corre la sangre henchida del sabor de la ausencia, del mirar de las llagas. Lo blanco de la vida, el azul del regreso. El dolor del alma construye: basta el olor de las huellas, los tintes de la voz. Bastan los guiños, la tierra resucitada, las jacarandas del abril que siempre retorna. Basta recordar y recorrer las huellas de la melancolía, ese espacio donde los tiempos muertos pernoctan en espera de la vida nueva.
El dolor del dolor da vida al fango, color al vacío. Con el dolor del dolor se escribe, con el de las letras y de la pintura se vive. En sus brazos se tiñe el deseo, en su piel los días. El dolor habla quedo, habla solo. Sus heridas supuran, pero no asfixian porque siempre existe el regreso, porque la mirada cura, porque la pintura resarce. El dolor duele como la vida cuando retorna. Bañado por la herida que lacera el dolor no es dolor: escribo hasta agotar la noche.
© La Jornada